miércoles, 20 de abril de 2011

SORTEO PARA SENADORES Y DIPUTADOS

Mientras se llevaba a cabo un interesante debate en torno al voto y la ciudadanía, propuse sortear los cargos políticos, es decir, usar un mecanismo utilizado en la vieja democracia ateniense, para mejorar nuestra elitista  y oligopólica democracia.

Como era esperable, la idea generó más anticuerpos que apoyos, debido una cierta aura conservadora en torno a la elección como mecanismo, y al carácter polisémico del concepto de democracia; que nos lleva desde una concepción como simple gobierno de mayorías, hasta una concepción como contrapesos institucionales al poder.

La propuesta –que es debate- fue puesta en duda sin analizarse de manera profunda la alta implicancia democrática que tal mecanismo tiene, y sus aportes para destrabar y ayudar a respirar a una democracia ahogada por el elitismo y la partitocracia. Debido a eso, me propuse redactar esta primera reflexión-propuesta.

LA DEMOCRACIA COMO STATO QUO
Partiendo por lo esencial, en la actualidad pocos -de manera abierta- se plantean contrarios a la democracia -aunque las estadísticas antes decían otra cosa-. Todos parecen entender lo que decía Churchill, que “la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás”. Eso ya es un buen indicio, pero no suficiente. ¿Por qué?

Porque aún cuando nadie plantea abiertamente como ideal un sistema autoritario, pocos definen la democracia de manera concreta. La mayoría relaciona el concepto simplemente con elecciones y voto, agregando incluso en muchos casos, anexos abstractos que contradicen criterios básicos para poder hablar de democracia.

Conceptos como separación de poderes, igualdad ante la ley, derechos civiles y políticos, controles institucionales al poder, federalismo, o mecanismos como referéndums y plebiscitos y revocatorios, a algunos suenan a exclusividades, incluso contrarios a la democracia, o términos academicistas. Lo mismo ocurre con el sorteo de cargos. Para muchos, parece algo imposible e incluso descabellado.

En lo anterior, hay una cierta postura conservadora en cuanto a la democracia, sobre todo cuando se plantean mecanismos democráticos poco convencionales, que a priori se consideran arriesgadas o poco viables.

Se olvida que ese mismo sesgo operaba cuando se proponía el sufragio universal, o el derecho a voto para las mujeres. Sin embargo, y a la luz de los hechos, queda claro que dichos reparos contravenían el carácter perfectible de la democracia como sistema (hoy nadie plantea negar el derecho a voto a las mujeres o el voto universal).

Vemos entonces que la democracia no es sólo el acto de votar y elegir, sino que es una especie de condición abierta al cambio pacífico, perfectible, que no sólo se debe sustentar en un sistema electoral y político democrático que respete derechos básicos de las personas, sino también en una sociedad democrática, abierta al debate. Una sociedad abierta en todo sentido. Todo eso marca la diferencia con las sociedades cerradas donde se impide el libre desarrollo de los individuos al fomentar el autoritarismo y dominio de ciertos líderes -algunos octogenarios- sustentados en el colectivismo, lo tribal, las supersticiones o lo mágico.

Si bien nuestras sociedades y democracias son más abiertas que esos ordenamientos, se mantienen ciertas supersticiones relativas al poder político. Así, aún cuando las revoluciones liberales planteaban romper con el antiguo régimen monárquico y sus principios fundantes, como decía Rudolf Rocker, nuestras democracias siguen operando bajo el principio monárquico de antaño, que el despotismo ilustrado reprodujo.

No es raro entonces que las elecciones se lleven a cabo como un ritual vertical, basado en una superstición: atribuir a los líderes y representantes supuestas cualidades excepcionales que nadie más tendría para gobernar. Esa superstición es invariable, se le llame democracia popular, socialista, liberal o representativa.

No es raro tampoco que esos mismos líderes, derivados en élites, asuman lo anterior como una verdad, y vean a la gente común, a los electores, como parte de una masa incapaz de autogobernarse y conocer sus propios fines, que debe ser guiada como un rebaño, ser iluminada -incluso obligada a ser libre- hasta en las más ínfimas decisiones.
Esa es la lógica elitista y paternalista que impera de manera subrepticia en nuestra democracia.

Vemos entonces que una condición –incoherente- de nuestras actuales democracias es su profundo elitismo, heredero del despotismo ilustrado de antaño, promovido tanto por las élites –que desconfían de los ciudadanos- como por los ciudadanos –que desconfían de si mismos-.

Nuestra democracia es por tanto incongruente, porque mientras en el discurso político y democrático se apela a la ciudadanía, su capacidad de decisión, y la importancia de su opinión y participación en los asuntos públicos, en la práctica los ciudadanos se enfrentan a barreras de entrada formales e informales, con las que son relegados e excluidos, por parte de los agentes del campo político, de la toma de decisiones a todo nivel.

Barreras de entrada no sólo en cuanto a la posibilidad de postular a cargos de elección popular sino también en cuanto a la organización interna de los partidos políticos. Es decir, toda la estructura democrática, partidaria y electoral es elitista y no fomenta la ciudadanía sino que la mera disciplina electoral. Obviamente, las élites niega esto.

EL SORTEO ES MÁS DEMOCRÁTICO
El sorteo de cargos -que incluso Aristóteles proponía-, es una posibilidad de romper con tal stato quo, pues permite romper las barreras de entrada formales e informales imperantes en nuestra actual democracia. Como decía Montesquieu: “el sufragio por sorteo está en la índole de la democracia; el sufragio por elección es el de la aristocracia”

Establecer el sorteo implica fortalecer mecanismos de control y limitaciones en cuanto al ejercicio mismo del poder, que incluyan la destitución por veto. La competencia y calidad política se elevaría porque el acceso a cargos dependería del azar y no de formas de popularidad que pueden ser forzadas por el cohecho.

Se establecería una Demarquía, donde quienes ejercen cargos de gobierno son seleccionados de manera aleatoria, al modo de los jurados en ciertos sistemas judiciales. Esto evitaría el hecho de que –como decía Thomas Jefferson- “Todo gobierno degenera cuando se confía solamente a los dirigentes del pueblo”. (THOMAS JEFFERSON, Notas sobre Virginia, cuestión XIV. Autobiografía y otros escritos. Editorial Tecnos, 1987. Traducción de A. Escohotado y M. Sáenz de Heredia).

Dejo abierto el debate… 

4 comentarios:

Patoace dijo...

Me parece una proposición digna de analizarse, sobre todo porque ayuda a destruir los mitos sobre los que se cimienta la democracia, como el que todos somos iguales para ser elegidos, y que no existe una clase favorecida.

Justo estos días encontré un interesante ensayo al respecto

http://fpb.livejournal.com/141494.html

Jorge A. Gómez Arismendi dijo...

Hola Pato, tanto tiempo. Espero estés bien. Qué cuentas.

Bueno, en cuanto a la proposición, concuerdo. Podríamos darle vuelta al asunto.

Saludos. ¿Has escrito en tu blog? No puedo verlo.

Patoace dijo...

Sí, sigo escribiendo donde siempre, en wordpress, y copiando en infocatolica, sitio donde hay más tráfico, y comentarios, pero también menos filtro.

Cuéntame si todavía no puedes ver el sitio o era una cuestión del momento

Jorge A. Gómez Arismendi dijo...

Sí lo puedo ver. Así que trataré de comentar más seguido.