lunes, 28 de noviembre de 2011

SOBRE HOMENAJES Y FUNAS ¿CÓMO PUDO SER?


En una interesante columna, Pablo Ortúzar plantea que en cuanto a la violación de Derechos Humanos durante la Dictadura en Chile, el paso que no nos hemos atrevido a dar seriamente es el de preguntarnos lo siguiente: si no debe ser, ¿cómo es que pudo ser?.

Cualquier sociedad que ha vivido hechos brutales, fratricidas y de alto costo humano, debiera preguntarse ¿Cómo llegamos a que unos u otros, se vuelvan tan brutales?

Al menos así lo han intentado hacer en Alemania, desde la caída del régimen nazi y su estela de crimen, donde todavía muchos, como lo hizo Hannah Arendt se preguntan ¿Cómo llegamos a eso? ¿Cómo esa sociedad, cuna de grandes pensadores, llegó a ese nivel de barbarie?

¿Cómo pudo ser? Esa debería ser la primera pregunta que las generaciones más jóvenes, e incluso las más viejas, deberían hacerse en Chile. ¿Cómo pudo ser?

¿Nos hemos preguntado en Chile, cómo pudo ser? Claramente no.

La mayoría ni siquiera se hace esa pregunta, porque ya tienen su línea dramática construida, con los buenos y los malos ya preestablecidos; o cuando se la hacen, la evaden recurriendo a la respuesta más simplona y burda (habitual por ser la que requiere menos esfuerzo ético) de personificar el mal en algún sujeto o sector, y con ello dividir el mundo en buenos y malos, en víctimas y verdugos, en patriotas y terroristas.

Y listo, así la respuesta estándar de unos u otros es: los malos son ustedes, nosotros somos los buenos. Del por qué llegamos a tal brutalidad, no hay ninguna respuesta.

Hay algo más profundo que se requiere enfrentar al momento de decir ¿Cómo se llegó a ese nivel de banalidad humana? ¿Cómo pudieron ser posibles tales actos brutales de unos contra otros en una sociedad?

En esa pregunta sin tiempo verbal específico, se busca indagar cómo una sociedad, en su descomposición (paulatina), llega al punto de trivializar la existencia humana de manera colectiva e individual. ¿Cómo una sociedad llega a banalizar actos que a todas luces, son criminales y contrarios al más mínimo sentido de humanidad?

Y la pregunta no se debería limitar a responder cómo una democracia considerada modelo en relación a sus vecinos, termina en un nivel de polarización y violencia política tan alta; sino cómo una sociedad –que es algo que va más allá del Estado, el gobierno y las clases políticas y politizadas- termina por descomponerse de tal forma en cuanto a sus relaciones e interacciones, como para generar y validar conductas coercitivas, y validarlas como legítimas de manera colectiva.

Y entonces, no basta con sólo analizar los datos históricos, las acciones y las palabras de unos u otros de manera cronológica como se ha hecho en gran parte, con el fútil objetivo de establecer culpabilidades, determinando quién empezó primero. No es suficiente.

Porque intentar establecer quién hizo la primera amenaza o dio la primera bofetada, es finalmente la misma lógica de los buenos y malos. Pero no responde ¿Cómo pudo ser posible tal violencia?

Para entender cómo los seres humanos en una sociedad, llegan a ese nivel de inhumanidad, se requiere preguntarnos más. Ser valientes, aunque eso implique poner en duda nuestros paradigmas y actos. Porque tal como dice Fernando Mires “el mal es banal cuando es cometido por seres banales, y sobre todo, banalizados”.

Lo anterior es clave, puesto que la existencia de seres banales y banalizados implica una revuelta de la sociedad misma contra el ser humano en su sentido pleno. Es decir, contra el valor de cada individuo como un fin en sí.

¿En qué punto desvalorizamos al individuo, la persona, como fin único?

Cuando se desconoce o se desvaloriza al individuo, y se considera a unos u otros como simples medios, o como estorbos molestos para un fin superior, la banalidad del mal está a un paso de concretarse de manera material. Eso, sin importar quien finalmente se imponga por la fuerza, porque la sociedad ya ha banalizado al ser humano.

Y eso pasó en Chile. En ambos bandos –aún cuando hablar de bandos es otra forma de banalizar- el ser humano, como individuo fue banalizado y con ello fue banalizado el mal, y con éste el crimen. Todos tenían explicaciones, justificaciones y argumentos para explicar tal banalización y tal criminalidad.

Hay una frase de Albert Camus en su ensayo el Hombre Rebelde, que es muy decidora cuando dice en cuanto a los crímenes del siglo XX: “Nuestros criminales no son ya esos muchachos inocentes a los cuales uno perdonaba y tenía que amar. Por el contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para convertir a los asesinos en jueces.»

La frase anterior parece llevarnos irremediablemente a la pugna universal y jamás resuelta entre medios y fines. A preguntarnos sobre la idea del bien que cada uno tiene o tuvo. Porque quiéranlo o no, se consideraban buenos, entiéndase bien, en tanto todos, apelaban a la idea del bien –y siguen apelando a la idea del bien- de manera abstracta.

Pero el detalle es otro, todos tenían su noción del bien, pero además, consideraban legítimo imponerla sobre otros, por la fuerza. Y hoy parece no ser distinto.

Unos hablaban del bien de la patria, o del pueblo, de Chile, y un largo, etc. Y esto, no es más que una forma de no pensar, es decir, de ser banal y de banalizar. De banalizar el mal en base a una idea del bien.

En un espacio donde el mal es banalizado por muchos -incluso por aquellos que presumen desear el bien o tener un fin noble o elevado-, las mentes psicópatas tienen una peligrosa chance de legitimidad para sus acciones criminales.

¿Cómo se produjo en Chile, la banalización del ser humano, su desmoralización, en sentido genérico?

Creo que una aproximación a esa compleja respuesta, radica en tratar de explicar la paulatina y subrepticia supresión del pensar como acto político en los espacios sociales. Es decir, de lo que Fernando Mires llama las ruinas del pensamiento político, entendiendo al pensamiento como un elemento ligado de manera inseparable a lo político, como lo entendían los griegos. Es decir, como el instrumento para actuar en el ágora. Para resolver de manera dialogada y pacífica las diferencias entre los ciudadanos.

Así, la violencia y la coerción, como lo he dicho en otras ocasiones, no es una extensión de la Política como muchos vociferan, sino que es su supresión brutal, criminal. Así lo demostró nuestra historia reciente.

En palabras simples, deberíamos tratar de explicarnos cómo es que llegamos a un punto en que el pensamiento –que es la base del diálogo- fracaso ante la fuerza.

Preguntarnos cómo llegamos a un punto donde los individuos –de un lado u otro- parecían haber perdido todo juicio y razón, es decir, su capacidad de pensar y con ello distinguir el bien del mal. Es decir, un punto en que sin importar ninguna clase de distinción o consideración, todos se habían vuelto superfluos. Porque banalizar a otros seres humanos es perder la noción del bien y el mal, e implica ser superfluo y banal también.

Preguntarnos ¿Cómo pudo ser? no implica de ninguna manera excusar a los culpables morales o legales de hecho brutales, que pueden ser claramente singularizados, sino responder en cuanto a las responsabilidades como sociedad. Y esto no implica decir: “todos somos culpables”, que como diría Hannah Arendt, serviría para exculpar a quienes sí son culpables, pues “donde todos son culpables nadie lo es”.

Establecer la responsabilidad como sociedad, implica asumir una responsabilidad política con el pasado reciente, pero sobre todo con el futuro y el presente.

Dejo abierta la invitación a reflexionar.

jueves, 24 de noviembre de 2011

VOTO OBLIGATORIO O CÓMO SIMULAR PARTICIPACIÓN


“El voto voluntario desincentivaría la participación”. Con esa frase, más datos que sustentan la frase, quienes rechazan el voto voluntario y apoyan obligar a votar, parecen saldar cualquier discusión sobre el tema. A simple vista, evitar la caída de la participación política y con ello de la representación, para salvar la Democracia parecen argumentos inapelables, pero ¿Qué entendemos por participación política  y democrática, realmente?

Y la pregunta es relevante no sólo cuando nos preguntamos en serio qué es participar votando, sino cuando analizamos en qué sistema electoral, es decir, de representación y participación, se nos obligaría a votar.

¿Acaso obligando a votar, los políticos tendrán incentivos para informar de manera concienzuda a sus electores sobre sus propuestas y otros asuntos? ¿Acaso las castas políticas se sentirán llamadas a abrir más espacios para la competencia política de candidatos independientes en diversos niveles, porque ahora nos obligan a votar? ¿Se sentirán llamadas a modificar el sistema binominal que les garantiza cupos con pocos votos porque nos obligan a votar? ¿Se sentirán llamados a evitar las reelecciones? ¿Se sentirán llamados a representar a sus electores?

Y reitero ¿Qué entendemos realmente por participación política, electoral o como quiera denominarse, al momento de usarla como argumento a favor de la obligatoriedad? ¿Acaso votando para cumplir –y evitar una sanción- se participa realmente? ¿Acaso se cree que por arte de magia, el voto obligatorio hará surgir la virtud cívica de los ciudadanos que se presume inexistente en éstos, y por lo cual se les obliga a votar?

Si somos honestos, diríamos no. Votando porque estamos obligados (sin tomar en cuenta si se vota informado y a conciencia, y no sólo para evitar sanciones, pero sin conocer quiénes y qué proponen los diversos candidatos) no se está participando  políticamente. Se simula participación política. Por inercia.  

Obligando a votar se construye una fantasía, una fábula, donde se presume que todos van a votar felices e informados, de manera consciente. Por tanto, como todos participan políticamente, pues asisten a las urnas -obligados-, quiere decir que aceptan el sistema electoral vigente, y a las élites políticas que se alimentan de éste.

Y esa ilusión, de que muchos votan, no fomenta mayor participación política, sino que la desvirtúa de su sentido político, la vuelve un trámite como renovar el permiso de circulación, y por tanto termina por fortalecer y a la vez esconder un sistema con castas políticas desprestigiadas, en las que pocos ciudadanos hoy confían, que no quieren competir con nadie, salvo con ellas mismas; que no quieren hacer ninguna clase de esfuerzo por captar nuevos votantes, salvo mantener sus clientelas, ya parasitarias.

En toda esta defensa del voto obligatorio, no veo a nadie promover un esfuerzo de las clases políticas por fomentar una educación política más sustancial a nivel ciudadano. No sólo en las escuelas, sino a través de los medios. Ni siquiera los partidos hacen eso a nivel de sus bases. Nadie, ningún político propone una campaña por un voto informado de verdad.

Y alguno saldrá con el deber. ¿El deber? ¿Podemos hablar de cumplimiento del deber, si el voto se ejecuta sin ninguna clase de información concreta, con la cual el elector pueda decidir de manera razonada su elección?

miércoles, 16 de noviembre de 2011

SIN LIBERTAD NO HAY DEBER


La discusión sobre la voluntariedad o la obligatoriedad del voto ha vuelto al tapete ahora que se discute si la inscripción en los registros debe o no, ser automática.

Y el recurso del deber ha vuelto en gloria y majestad, como el argumento infalible e insuperable por parte de quienes apoyan obligar a otros para acudir a las urnas.  Así se plantea en un artículo publicado en La Tercera, titulado Elogio del Deber.

Y nuevamente, como ha ocurrido en otros artículos, en ningún punto el autor se pregunta o invita a preguntarse, el por qué un alto porcentaje (4 millones según algunos) no se inscribe en los registros electorales, y por tanto no quiere votar por nadie.

Para qué hacerlo, si es más fácil obligar.

Pero además, el artículo se adorna con otra idea (dudosa). Que esos cuatro millones de no inscritos juzgan la política como consumidores, no como ciudadanos. Es decir, que consideran el voto un acto igual a ir al mall a pasear.

Pero eso es un juicio a priori sin fundamento alguno. Es más, quizás esos 4 millones de no inscritos juzgan la política de una manera mucho más ciudadana que muchos otros votantes, y por lo mismo rechazan votar para sustentar un sistema electoral que a todas luces, parece ir en sentido contrario a los criterios básicos de ciudadanía.

Pero claro, es más fácil decir al voleo que aquellos que no votan hoy, son meros consumistas inconscientes, que preguntarse por qué no vota.

Otra idea que se plantea en el artículo es que el voluntario, junto con la inscripción automática, deja a la noción misma de ciudadanía en una peligrosa ambigüedad.

Pero esa peligrosa ambigüedad en cuanto a lo ciudadano, la ha creado y sustentado el sistema político imperante. Es el sistema político y las castas que se han anquilosado a éste, las que han determinado cuándo las personas son y no son ciudadanas.  
Y lo son cuando quieren su voto para seguir en el poder o acceder a éste. Y no lo son cuando esos representados exigen responsabilidad al poder.

No es el voto voluntario el que podría vaciar la noción de ciudadano. Son aquellos que controlan el campo político electoral, los que han vaciado la noción de ciudadano, hasta llegar a la idea de que el ciudadano no le debe nada a nadie.

Quién representa mejor a ese ciudadano, desligado de toda responsabilidad y deber, no es otro que el político. Aquel que una vez electo se desliga de todo nexo con sus representados.

Porque no hay que olvidar que el representante también es un ciudadano, siempre. 

Quienes han roto toda noción de compromiso con la Democracia, la República, no han sido los no inscritos, tampoco lo hace el voto voluntario. Quienes han roto esa noción han sido las castas políticas. Son éstos quienes han dejado debilitadas las nociones que sustentan la idea de comunidad política.

El voto obligatorio no sólo no soluciona esa fractura, sino que además es contrario a la libertad del ciudadano en todo sentido, pues es contrario a la noción misma de ciudadano -entendido como un agente libre de participar en los asuntos de la polis- pues duda de tal carácter en los propios ciudadanos. 

Un nosotros no sea crea a punta de pistola, ni bajo coacción directa o indirecta. Porque no hay deber con una pistola en la sien.

jueves, 10 de noviembre de 2011

BREVE MANIFIESTO LIBERTARIO


Al ver cómo la coacción y la agresión como forma de acción política -sea explícita o como amenaza- comienza a tomar ciertos espacios del discurso político, surge la pregunta ¿Dónde están los defensores de la Libertad?

Y para no andar con rodeos, hablo de la Libertad entendida como el respeto que cada individuo merece en cuanto dueño de sí mismo, de su persona, su cuerpo y su voluntad. Es decir, para estar libre de agresión y coacción (salvo que inicie la agresión contra otro).

¿Con qué derecho unos y otros se adjudican la facultad de agredir a otros en nombre de ciertos principios o fines? ¿Con qué derecho se atribuyen la potestad para someterlos a su fuerza, y así llevar a cabo su voluntad particular? ¿Por sanción divina, ley, por contrato, por mayoría, por tradición, por dialéctica, por raza?

No hay respuesta, porque en el fondo no hay justificación alguna. Excepto si aquellos que justifican o aceptan algún tipo de imposición por fuerza sobre las personas, se consideran dueños de otros como para someterlos a su criterio bajo su fuerza, más allá de la legítima defensa propia ante una agresión.

Es decir, la única justificación que existiría es que en el fondo sean unos usurpadores, que aceptan y promueven el actuar coactivo de unos sobre la voluntad de otros. Que en el fondo -y aunque algunos lo nieguen- se tenga una pretensión y concepción autoritaria (mediante la cual aceptan aplicar la coacción en ciertos contextos o según ciertos criterios o principios).

La ética libertariana se opone a eso y juzga como ilegítima cualquier coacción contra otro, a nombre de principios o fines, que vayan más allá de la legítima defensa. Eso distingue la ética del libertariano de la de cualquier otro individuo en el ecléctico espectro ideológico político. Y eso también lo aísla de tal espectro.

Pero eso que lo aísla, le permite entender que la pretensión autoritaria, que es la ética de la violencia, no es exclusiva de un sector político; o de un tipo de Estado u organización política; o de un contexto histórico según leyes mecánicas; o de una clase social; o de un tipo de individuo; o de un tipo de raza, credo, etc.

Le permite entender que dicha pretensión autoritaria ha estado presente en todas las épocas y sociedades, amenazante contra el individuo, la persona y su voluntad.

Por tanto, también le permite entender que el fondo de todos los asuntos y problemas que se llaman políticos, han tenido su raíz en la pugna y tensión entre Autoritarismo (el ejercicio de la pretensión autoritaria) y Libertad, la defensa de la autonomía personal, que es la ética de la autoposesión.

Es decir, estos dilemas tienen sus génesis en la tensión entre la ética de la usurpación (el ejercicio injustificado de la fuerza por parte de unos sobre otra persona); y la ética de la autoposesión (la defensa del individuo como dueño de sí y su voluntad), que es la ética de la Libertad.

En dicha tensión histórica, la ética de la usurpación ha triunfado de manera nefasta por sobre la ética de la autoposesión, a costa de millones de vidas humanas. La historia así lo demuestra.

Una de las causas de dicho triunfo es que una gran mayoría de individuos, a lo largo de la historia, se siente y se ha sentido con derecho para someter a otros -por fuerza o amenaza en el uso de la fuerza- ya sea de manera individual o colectiva, para imponer sus criterios, valores o fines particulares, por medio de la fuerza.

Es decir, una lamentable mayoría de personas ha visto y ve en la ética de la usurpación, en la moral de la violencia, el modo de saldar conflictos y desavenencias entre los diversos individuos.

Una lamentable mayoría confía en la ética de la usurpación como el método para imponer sus diversos fines y valores, según sus diversos criterios. Es decir, debido a su pretensión autoritaria, valoran la coacción como modo de acción, para imponer su voluntad. Son por tanto, antiliberales y también antipolíticos.

Y entonces por ejemplo, no ha sido difícil que los usurpados y sometidos por un tirano, en sus pretensiones de liberarse de sus usurpadores, una vez derrocados los viejos déspotas, deriven en nuevos abusadores y opresores sobre otros individuos para mantener su poder, y el orden que consideran justo.

Como dijimos, y este es el punto central, la ética de la usurpación (la pretensión autoritaria) siempre ha estado en tensión con la ética de la autoposesión, que es la ética de la Libertad.

Por eso, a lo largo de la historia han sido habituales los altos y bajos en base a los contrapesos y atomizaciones que el poder coactivo -en sus diversas formas de organización- ha sufrido a lo largo de los siglos, por parte de los individuos que se oponen a su injerencia totalitaria sobre sus cuerpos y voluntades.

La Propensión autoritaria hoy

En el contexto actual que vivimos como sociedad, después de algunos años de apaciguamiento de las diversas pretensiones autoritarias, producto de la valoración de la Democracia como modo de resolver conflictos, luego de las nefastas experiencias totalitarias y autoritarias del siglo XX, la ética de la usurpación nuevamente parece irse imponiendo, aunque de manera solapada en los asuntos que llamamos políticos, sociales y económicos.

Y tal como debería presumirse, sin depender del sector político, la clase o grupo social, los fines que se digan defender, o cualquier otra distinción que se aplique.

Como primera advertencia, con esto no pretendo establecer una doctrina, ni establecer un dogma, y menos una especie de manual para la acción. Tampoco pretendo proponer un modelo social, político o económico. Sólo pretendo hacer notar la importancia de ciertos principios, sobre todo al momento de hablar de Política.

La importancia de elevar ciertos principios se hace imperiosa sobre todo en un contexto político, social-económico, y por ende histórico, donde en medio de la contingencia y turbulencia de los hechos y cambios, la acción más impulsiva parece imponerse por sobre el criterio de la razón y lo razonable. Donde la brutalidad parece  imponerse por sobre la prudencia. Donde la fuerza se impone por sobre el diálogo.

Hoy, la pretensión autoritaria se ha impuesto de manera transversal sin depender de las posiciones contingentes, a partir de la tensión entre quienes defienden el orden de privilegios vigente -impuesto en base a una pretensión autoritaria previa- y quienes promueven cambios a dicho orden.

Muchos dirán que los principios o fines que se contraponen indican que esa transversalidad no es así. Que tal tensión es ficticia –como quizás dirán los que quieren mantener el stato quo-; o que la tensión justifica todas sus acciones, incluso algunas violentas -como quizás dirán los que quieren cambios-.

En el fondo, sea cual sea el argumento que levanten, de alguna u otra forma terminarán defendiendo cierta forma de imposición por fuerza sobre los individuos. Es decir, terminarán justificando la ética de la usurpación y la violencia, desconociendo el hecho irrefutable de que cada individuo es dueño de sí mismo, su vida, su cuerpo y su voluntad.

Terminarán negando el hecho irrefutable de que ningún individuo o grupo de individuos, por numeroso sea, tiene el derecho a iniciar la fuerza contra otro, más allá de la legítima defensa. Eso, aunque se digan de tal o cual lado del espectro ideológico político, o aunque digan defender tales principios o tales fines.

En ese sentido, y ante esos dilemas, que siguen siendo los principales dilemas políticos, en estos tiempos, los llamados liberales parecen no saber hacia donde establecer posiciones en cuanto a sus opiniones, críticas y apoyos.

Algunos, creyendo apoyar la causa de la Libertad, terminan por apoyar las causas del nepotismo, la plutocracia y el privilegio. Otros creyendo apoyar la misma causa de la Libertad, terminan apoyando a potenciales nuevos déspotas y sus ansías personales de poder, dando paso a la tiranía de la mayoría (la oclocracia), o la dictadura basada en el culto a la personalidad, una autocracia.

A diferencia de lo que ocurría cuando los liberales clásicos se oponían al absolutismo y la casta de privilegiados que giraban en torno al monopolio autoritario del rey, hoy parecen más desorientados.

Muchos, víctimas de su confusión de principios, y una clara falta de un concepto claro de Libertad, terminan apoyando a una u otra propensión autoritaria. De manera directa o indirecta.

Otros, un tanto más claros, terminan marginándose de la discusión política contingente, optando por el aislamiento activo.

Esta última posición es relativamente cómoda para la acción crítica, pero no suficiente cuando principios como pluralismo, la tolerancia y contrapesos al poder (basados en el principio esencial de respeto a la autoposesión del individuo) comienzan a verse mermados en favor de tendencias autoritarias, de manera transversal en el espectro y la discusión política.

Y como siempre ocurre, el menoscabo final, al respeto al individuo y su autoposesión ocurre de manera imperceptible al principio. Nadie parece percibir el proceso de aniquilamiento de la individualidad. Y muchos entran en razón cuando la coacción por parte de unos contra otros, se ha desatado sobre sus cabezas.

La supremacía de la pretensión autoritaria por sobre la Libertad, se produce de manera paulatina.

Comienza a través de las palabras, a nivel discursivo donde se avala el uso de la violencia, y siempre termina por instaurarse como práctica indiscriminada, mediante la ejecución de la agresión como un acto legítimo por parte de los grupos organizados que se imponen. Todo con el lamentable respaldado de otros tantos.

Entonces, en desmedro de la ética de la autoposesión, se impone la ética de la usurpación, que se esconde tras la conquista y la esclavitud, por ejemplo.

Cuando la pretensión autoritaria se comienza a imponer como práctica, la polarización entre los individuos se asoma de manera paulatina. Y entonces, un signo de individualidad y por ello de libertad, como es el poder pensar y opinar de manera distinta a otros, sobre las cosas y la existencia, se va degradando.

El pensamiento comienza a homogeneizarse y finalmente, se torna dogmático y colectivista. Sin depender del lado del espectro ideológico político que digan ocupar los líderes y sus seguidores.

Entonces, el individuo queda suprimido, y entonces el pueblo, la nación o la patria, que son distintas formas de colectivismo, someten su voluntad y pensamiento por fuerza, según lo que dictan los nuevos déspotas de turno.

Y entonces, la Libertad ha sido derrotada a favor del poder y el privilegio de unos cuantos, que sin contrapesos alguno a su despotismo, se elevan a la categoría de semidioses. Y con ello, la igualdad se vuelve una quimera.


Un nuevo espacio para la Libertad

Los cambios que hoy se viven, están poniendo en tela de juicio el orden vigente desde hace más de tres o cuatro siglos. No se trata sólo de una tensión entre modelos político-económicos sociales, como algunos pretenden al propugnar como solución sus modelos particulares de Estado, o al defender el stato quo vigente.

Se trata de un cuestionamiento al poder en general, y los diversos modos en que se ha ejercido y se ejerce desde hace siglos. No se cuestiona (como en la vieja discusión entre liberales y comunistas) el quiénes deben gobernar, sino la legitimidad del gobierno mismo. Hoy pocos confían en el poder y sus estructuras.

Pero hay algo importante. En el proceso de cambios vigente, también se cuestiona el orden de inmunidades cuyo fundamento esencial es el poder político y su monopolio sobre los individuos. Se cuestiona al Estado, sea cual sea el apellido que le agreguen quienes lo controlan, y los órdenes políticos, sociales y económicos que surjan de éste.

En otras palabras, y esto deben tenerlo claro los Liberales, estos cambios, son similares a los cambios surgidos siglos atrás, producto del agotamiento del poder absolutista en Europa, y la lucha de las personas contra los privilegios que algunas castas se adjudicaban en base a éste.

Las crisis que se viven hoy en diversas sociedades, son una expresión contra la estructura de privilegios que el poder gubernamental, sin depender del tipo de régimen político, ha sustentado por varios siglos en distintas latitudes del mundo.

Pero hay algo más importante que no se debe olvidar, en cuanto a esa lucha contra el privilegio sustentando en el poder que iniciaron los liberales contra los principios del absolutismo, y que luego otros derivados continuaron:

La Libertad y con ello la Igualdad, siempre fueron derrotadas en cada una de sus batallas.

Fueron derrotadas por la codicia de los líderes, la ambición y vaguedad de principios de sus seguidores, pero sobre todo por las ideas autoritarias nefastas que surgieron en el camino, al alero de la ética de la usurpación, la moral de la violencia.

Esas ideas nefastas, que despreciaban al individuo como dueño de sí mismo, siempre terminaron por imponer la ética de la usurpación, de la violencia, como arma contra el privilegio; o como arma del privilegio.

Porque no hay que olvidar nunca que el poder corrompe siempre. Y concentrado es nefasto. Porque no hay ser humano ni líder infalible a su influencia, ni idea infalible que se le acople. Siempre uno puede derivar en déspota o verdugo.

El poder siempre requiere contrapesos y frenos.

La Democracia

El poder corrompe, y el poder concentrado y absoluto corrompe aún más. Así, muchas veces se torna brutal, sanguinario, criminal. Lo peor, con el beneplácito o la concesión por omisión de muchos.

El absolutismo, que fue la culminación de un proceso de concentración material e ideológica del poder y clara manifestación de la ética de la usurpación (la pretensión autoritaria) suprimió al individuo y su voluntad particular. Redujo a la persona humana y la convirtió en una carga y a la vez en un material del propio poder, crecientemente corrupto de los autócratas.

La supresión del individuo, de su voluntad, permitió por siglos hacer creer a los hombres y mujeres que eran meros recursos de la voluntad de sus gobernantes. Incapaces de constatar la propia corrupción de éstos, se dejaron llevar por su codicia liberticida, creyendo que lo que hacían esos déspotas era virtuoso.

Pero lo cierto es que no hay individuo, ni familia o grupo virtuoso, o que este libre de los influjos nefastos del poder concentrado y vitalicio. Por eso, el poder siempre, sin importar el carácter u origen del gobernante, o los fines que diga defender, requiere contrapesos.

A eso se opusieron los liberales clásicos cuando comenzaron a cuestionar el derecho divino de los reyes y el absolutismo autocrático que con éste justificaban. Revitalizando el valor del individuo, su autoposesión, como valor central para la sociedad y el ejercicio del poder.

El liberalismo se plantea no con el objetivo de cambiar la dual y problemática naturaleza humana, sino planteando contenciones a los instintos más dañinos que afloran de ésta cuando se ejerce el poder en cualquiera de sus formas.

En esa búsqueda por contener los vicios humanos en torno al poder, entre los que se encuentra el uso injustificado de la fuerza sobre las personas, surge como alternativa la Democracia moderna y todo lo que implica.

Es decir, la Democracia surge esencialmente como un modo de contención a la ética de la usurpación, que por siglos venía ejerciendo su dominio y se expresaba primero en la barbarie y el saqueo; y luego en la conquista militar, la autocracia y la esclavitud.

Los principios que sustentan el surgimiento de la Democracia, brotan principalmente como un modo de evitar los vicios y abusos acaecidos durante el absolutismo en contra del individuo, y por tanto como una forma de evitar los vicios de nuevas concentraciones de poder, sea religioso, político, o económico. Ese es el propósito con que surge la democracia moderna. No es otro.

Surge como una revaloración de la voluntad individual, de la razón individual, y no como una valoración colectivista de la sociedad, como muchos mal entendieron al hablar de voluntad general como una totalidad que se imponía sin contrapesos sobre el individuo, lo que es finalmente una especie de nueva religión absolutista.

Por tanto, tampoco surge como una especie de panacea que convierte la vida terrenal, en un Edén.

La democracia es un modo de frenar al poder, que es el poder que ejercen los seres humanos, de distribuirlo y atomizarlo. Es una forma de frenar la supremacía de la ética de la usurpación. Por tanto, no es un modo de imponer voluntades según el número de individuos que apoyan una causa, o según la capacidad de imponer la fuerza sobre otro grupo minoritario, que es finalmente otra forma de poder concentrado y absolutista.

La Democracia es un modo de respetar voluntades diversas, para permitirles a las mismas, dialogar en cuanto los asuntos públicos y resolver de manera pacífica sus desavenencias y diferencias. Es por tanto el modo –perfectible- de fomentar la ética de la autoposesión de cada individuo.

Ese es el ideal democrático. No obstante, la Democracia nunca es perfecta sino perfectible. Es el menos malo de los regímenes de gobierno. El más cercano a respetar o promover la ética de la autoposesión, y por tanto la Libertad.

Hoy, en esta fase de tensiones, donde la ética de la usurpación –que es la ética de la violencia- comienza a posicionarse, quienes valoran la Democracia deben levantar la ética de la autoposesión como principio fundamental.

Sí se es débil en promover la ética de la autoposesión, la ética de la usurpación puede y podría terminar siendo usada por aquellos que quieren mantener el stato quo vigente que les garantiza prebendas; o por aquellos que creen luchar por algo nuevo.

Cualquiera sea el caso, en caso de imponerse la moral de la violencia, la Libertad y la Democracia, serán usadas como principios de manera vacía, y serán por el contrario camuflajes para el autoritarismo, la dictadura, la brutalidad y el crimen contra los individuos.

La ética de la autoposesión debe promoverse para encauzar los cambios de una manera ética, mediante la cual se respete al individuo, a cada persona, y su voluntad y todo lo que ello implica.

Los liberales hoy más que nunca, deben promover la ética de la autoposesión, en respuesta a la ética de la usurpación, que es la moral de la violencia.