martes, 13 de diciembre de 2011

LA QUIMERA DE LA MENTE GRUPAL

Por Ludwig von Mises 


En su ansia por eliminar de la historia cualquier referencia individuos y acontecimientos individuales, los autores colectivistas recurren a una idea quimérica, la mente grupal o mente social.
A finales del siglo XVIII e inicios del XIX, los filólogos alemanes empezaron a estudiar la poesía medieval alemana, que hacía mucho que había caído en el olvido. La mayoría de la épica que editaron procedente de viejos manuscritos era imitación de obras francesas. Los nombres de sus autores (en su mayoría guerreros caballerosos al servicio de duques y condes) eran conocidos. No había mucho de lo que presumir en esa épica. Pero había dos sagas de una carácter muy distinto, obras genuinamente originales de alto valor literario, que sobrepasaban con mucho los productos convencionales de los cortesanos: el Nibelungenlied y el Gudrun. El primero es uno de los grandes libros de de la literatura mundial e indudablemente el poema más destacado producido en Alemania antes de los tiempos de Goethe y Schiller. Los nombres de los autores de estas obras maestras no quedaron para la posteridad. Tal vez los poetas pertenecieron a la clase de artistas profesionales (Spielleute), que no sólo eran desdeñados por la nobleza, sino que tenía que soportar mortificantes problemas legales. Tal vez fueran herejes o judíos y los clérigos deseaban hacer que la gente les olvidara.
En todo caso, los filólogos calificaron a estas dos obras como “épica del pueblo” (Volksepen). Este término sugería a mentes inocentes la idea de que no fueron escritas por autores individuales, sino por el “pueblo”. La misma autoría mítica se atribuyó a canciones populares (Volkslieder) cuyos autores eran desconocidos.
También en Alemania, en los años que siguieron a las guerras napoleónicas, se abrió la discusión acerca del problema de la codificación legislativa omnicomprensiva. En esta controversia, la escuela histórica de jurisprudencia, liderada por Savigny, negaba la competencia de ninguna era o persona para escribir legislación. Al igual que las Volksepen y las Volkslieder, las leyes de una nación, declaraban, son una emanación espontánea del Volkgeist, el espíritu y el carácter peculiar de la nación. Las leyes genuinas no son escritas arbitrariamente por legisladores: derivan y crecen orgánicamente a partir del Volkgeist.
La doctrina del Volkgeist se desarrolla en Alemania como reacción consciente contra la idea de la ley natural y el espíritu “no germánico” de la Revolución Francesa. Pero fue posteriormente desarrollada y elevada a la dignidad de una doctrina social completa por los positivistas franceses, muchos de los cuales no sólo estaban comprometidos con los principios de los más radicales de entre los líderes revolucionarios, sino que pretendían completar la “revolución incompleta” con una eliminación violenta del modo capitalista de producción. Emile Durkheim y su escuela se ocupan de la mente grupal como si fuera un fenómeno real, un organismo distinto, pensando y actuando. Tal y como lo veían, el sujeto de la historia no son los individuos, sino el grupo.
Como correctivo de esto, debe recalcarse la obviedad de que sólo los individuos piensan y actúan. Al ocuparse de los pensamientos y acciones de los individuos, el historiador establece el hecho de que algunos influyen más que otros en su pensar y actuar más fuertemente de lo que influyen y son influidos por otros. Observa que la cooperación y la división del trabajo existen entre algunos, mientras que existen en menor grado entre otros o no existen en absoluto. Emplea el término “grupo” para señalar una agregación de individuos que cooperan juntos más de cerca. Sin embargo, la distinción de grupos es opcional. El grupo no es una entidad ontológica como las especies biológicas. Los distintos conceptos de grupo se cruzan entre sí.
El historiador escoge, de acuerdo con el plan concreto de su estudio, las características y atributos que determinan la clasificación de los individuos en distintos grupos. La agrupación puede integrar gente hablando el mismo lenguaje, o profesando la misma religión, o practicando la misma vocación u ocupación, o descendiendo del mismo ancestro. El concepto de grupo de Gobineau era diferente del de Marx. En resumen. el concepto de grupo es un tipo ideal y como tal deriva de la comprensión del historiador de las fuerzas y acontecimientos históricos.
Sólo los individuos piensan y actúan. El pensamiento y actuación de cada individuo está influido por el de sus compañeros. Estas influencias son variopintas. Los pensamientos y conductas de los individuos estadounidenses no pueden interpretarse si se les asigna a un solo grupo. Esa persona no es sólo un estadounidense sino un miembro de un grupo religioso definido o un agnóstico o un ateo; tiene un trabajo, pertenece a un partido político, está afectado por tradiciones heredadas de sus ancestros y transmitidas por su educación, por la familia, la escuela, el barrio, por las ideas que prevalecen en su pueblo, estado y país. Es una enorme simplificación hablar de la mente estadounidense. Todo estadounidense tiene su propia mente. Es absurdo adscribir cualquier logro y virtud o cualquier fechoría o vicio de individuos estadounidenses a Estados Unidos como tal.
 La mayoría de la gente son personas corrientes. No tienen pensamientos propios, sólo los reciben. No crean ideas nuevas: repiten lo que han escuchado e imitan lo que han visto. Si el mundo estuviera poblado sólo por gente así, no habría ningún cambio en la historia. Lo que produce el cambio son las nuevas ideas y acciones a ellos dirigidas. Lo que distingue a un grupo de otro es el efecto de esas innovaciones. Esas innovaciones no las realizan una mente grupal: son siempre logros de individuos. Lo que hace diferente de cualquier otro pueblo al pueblo estadounidense es el efecto conjunto producido por los pensamientos y acciones de innumerables estadounidenses fuera de lo corriente.
Conocemos los nombres de los hombres que inventaron y perfeccionaron paso a paso el automóvil. Un historiador puede escribir una historia detallada de la evolución del automóvil. No sabemos los nombres de los hombres que, al inicio de la civilización, realizaron los mayores inventos, como encender fuego. Pero esta ignorancia no nos permite adscribir este invento fundamental a una mente grupal. Es siempre un individuo el que empieza un nuevo método de hacer cosas, y luego otra gente imita su ejemplo. Costumbres y modas siempre han sido empezadas por individuos y extendidas por imitación por otra gente.
Mientras que la escuela de la mente grupal trataba de eliminar al individuo adscribiendo la actividad al mítico Volkgeist, los marxistas trataban, por un lado, de despreciar la contribución individual y, por el otro, de atribuir las innovaciones a la gente corriente. Así, Marx observaba que una historia crítica de la tecnología demostraría que ninguna de las invenciones del siglo XVIII era el logro de un solo individuo.[1] ¿Qué prueba esto? Nadie niega que el progreso tecnológico sea un proceso gradual, una cadena de pasos sucesivos realizado por largas líneas de hombres, cada uno de los cuales añade algo a los logros de sus predecesores.
La historia de todos los avances tecnológicos, cuando se cuenta completa, nos remonta a las invenciones más primitivas realizadas por los hombres de las cavernas en las primeras etapas de la humanidad. Elegir cualquier punto de inicio posterior es una restricción arbitraria de toda la historia. Podemos empezar la historia de la telegrafía sin hilos con Maxwell y Hertz, pero bien podemos remontarnos a los primeros experimentos con electricidad o a cualquier hazaña tecnológica que haya tenido que preceder necesariamente a la construcción de una cadena de radios. Todo esto no afecta en lo más mínimo a la verdad de que cada paso adelante lo realiza un individuo y no algún organismo impersonal mítico. No resta mérito a las contribuciones de Maxwell, Hertz y Marconi admitir que sólo pudieron hacerlas porque otros habían realizado previamente otras contribuciones.
Para explicar la diferencia entre el innovador y la aburrida masa de rutinarios que no pueden siquiera imaginar que pueda ser posible ninguna mejora, sólo tenemos que referirnos a un pasaje del libro más famoso de Engels.[2] Aquí, en 1878, Engels anuncia apodícticamente que las armas militares están “ahora tan perfeccionadas que ya no es posible ningún progreso posterior de influencia revolucionaria”. Por tanto “todo progreso [tecnológico] posterior es, en conjunto, indiferente para la guerra en superficie. La época de evolución en este aspecto está esencialmente cerrada”.[3] Esta complaciente conclusión muestra en qué consiste el logro del innovador: consigue lo que otra gente cree que es impensable e inviable.
A Engels, que se consideraba un experto en el arte de la guerra, le gustaba ilustrar sus doctrinas refiriéndose a estrategias y tácticas. Los cambios en las tácticas militares, decía, no las generan ingeniosos líderes militares. Son logros de los soldados que normalmente son más inteligentes que sus oficiales. Los solados las inventan a fuerza de instinto (instinktmässig) y las ponen en práctica a pesar de las reticencias de sus comandantes.[4]
Toda doctrina que niegue al “mísero individuo solitario”[5] cualquier papel en la historia debe finalmente adscribir los cambios y mejoras a la operación de los instintos. Tal y como lo ven quienes sostienen esas doctrinas, el hombre es un animal que tiene instinto para producir poemas, catedrales y aviones. La civilización es el resultado de una reacción inconsciente y no premeditada del hombre ante estímulos externos. Cada logro es la creación automática de un instinto con el que el hombre ha sido dotado especialmente para este fin. Hay tantos instintos como logros humanos. No es necesario entrar en un examen crítico de esta fábula inventada por gente impotente para desdeñar los logros de hombres mejores y apelar al resentimiento de los lerdos. Incluso basándose en esta doctrina provisional no puede negarse la distinción entre el hombre que ha escrito el libro El origen de las especies y aquéllos a quienes les ha faltado este instinto.

[1] Das Kapital, 1, 335, n. 89.
[2] Herrn Eugen Diihrings Umwälzung der Wissenschaft, 7ª ed. Stuttgart, 1910.
[3] Ibíd., pp. 176-177.
[4] Ibíd., pp. 172-176.
[5] Engels, Der Ursprung der Familie, des Privateigentums und des Staates (6ª ed. Stuttgart, 1894), p. 186.
Published Thu, Sep 30 2010 1:42 PM by euribe


viernes, 2 de diciembre de 2011

LA INGENUIDAD DE HERMANN HESSE

En un artículo que leía días atrás, se citaba a una frase de Hermann Hesse, donde intenta una sutil separación entre Hitler y Stalin como dos ejemplos de totalitarismo:

“no debemos arrojar en un mismo cajón a Hitler y a Stalin, o mejor dicho, al fascismo y al comunismo. El ensayo fascista es retrógrado, inútil, insensato y vil; el intento comunista, empero, es un ensayo que la Humanidad debía llevar a cabo y que pese a su triste aferramiento a lo inhumano, habrá de ser realizado una y otra vez, no para llevar a término la necia dictadura del proletariado, sino algo semejante a la justicia y la fraternidad entre burguesía y proletariado.”

Claramente Hesse se equivoca, pues ambos dictadores son dos íconos indiscutibles del peor despotismo, que alcanzó su máxima expresión a mediados del siglo XX. Son dos ejemplos de psicópatas megalómanos en el poder.

Y el error de Hesse, como el de muchos (de separar el comunismo del nazismo en tanto totalitarismos), se debe a la poca atención que parece prestar a sus propias ideas.

En su frase, denota (aunque no lo dice directamente) creer que el fin justifica el medio, cuando dice: “pese a su triste aferramiento a lo inhumano, habrá de ser realizado una y otra vez, no para llevar a término la necia dictadura del proletariado, sino algo semejante a la justicia y la fraternidad entre burguesía y proletariado”.

Lo que dice en el fondo, es que a diferencia del fascismo, el fin último planteado por el comunismo justificaría los diversos intentos por establecerlo, hasta que se obtenga lo deseado. El costo de esos tanteos sería incluso “su aferramiento a lo inhumano”.

Según Hesse, las brutalidades cometidas durante el estalinismo, habrían sido errores “experimentales”, de prueba. Habrían sido parte de los intentos hacia “la justicia”. Ese eufemismo del “aferramiento a lo inhumano”, en ningún caso sería producto del ideal comunista mismo.

En la citada frase, Hesse recurre a un argumento muy habitual. Aquel que plantea que el estalinismo y su evidente “aferramiento a lo inhumano” fueron una desviación, y no una expresión del ideal comunista.

Para Hesse, la falla es el tanteo hacia cumplir el ideal, jamás el ideal mismo. Lo que falla es el modo en que se hace el experimento y no la teoría en que se sustenta. Esto  es algo claramente anticientífico y más bien mitológico.

La falla es la teoría misma
El argumento de Hesse está claramente basado en una presunción ficticia. De que no habría ninguna falla en la teoría comunista, ya que ésta sería una cuestión que no depende de la voluntad humana, sino del devenir histórico “hacia la libertad humana”, en base a las leyes del materialismo dialéctico.

En base a la idea anterior, parece fácil desligar a Stalin del comunismo y al comunismo del totalitarismo, y de paso liberar a Marx de sus errores teóricos. Así lo hace Hesse, al plantear que el totalitarismo estalinista no sería verdadero comunismo, sino una desviación con respecto al ideal mismo. Una desviación en el ensayo. Por tanto, juzgarlo como se juzga al nazismo sería errado para él.

No obstante, el argumento de la desviación se torna dudoso, porque implicaría que: o el ideal comunista es imposible de llevar a cabo ahora, pues dada la naturaleza humana siempre terminará en totalitarismo; o los pronósticos comunistas son y han sido errados hasta ahora, y con ellos el todos sus ideólogos, líderes y caudillos.

El Gulag no es menos criminal que Auschwitz
En la misma citada frase, y en base a la falacia anterior, Hesse también recurre a otro recurso argumentativo habitual: aquel que plantea que la finalidad del comunismo, que él denomina como “justicia y la fraternidad entre burguesía y proletariado” basta como justificación insuperable para no ligarlo al totalitarismo criminal y racista de  Hitler.

Y claro, un pensamiento que plantea como fin último establecer “la justicia y fraternidad” en la sociedad, es un ideal noble, superior y deseable. ¿Quién podría negarse a cumplir aquello?

Para el marxismo sólo un tipo de persona podría. Alguien con una falsa idea producto de su origen de clase. Alguien que, preso de una ideología contraria al devenir histórico, se opone de manera absurda a los designios de “justicia y fraternidad” que la “Historia” tiene programados para el proletariado, “la Humanidad”. Ese, no puede ser otro que un burgués.

Entonces para Hesse, alguien que ubica a Stalin y Hitler como dos ejemplos de déspotas criminales, que ubica al comunismo y el fascismo como dos ejemplos claros de vías al totalitarismo, no puede ser  más que alguien víctima de una falsa conciencia. No puede ser más que un burgués contrario a “la Humanidad”.

Porque un detalle importante es que cuando Hesse se refiere al comunismo como un ensayo de la Humanidad, va implícita la idea marxista de una conciencia colectiva, que no seria otra que la del proletariado, que como sujeto histórico, libre de la ideología, es dueño de la verdad histórica, de la justicia, y representa en su totalidad “a la Humanidad”.  

Ergo, para Hesse, el proletariado que sería “la Humanidad”, tiene el derecho de imponer la justicia y la fraternidad al resto cuantas veces sea necesario, sobre todo a esos desviados, blasfemos y herejes que dudan con respecto a la justicia del devenir histórico. Historicismo puro.

Para Hesse -y aquí radica su error al separar a Stalin de Hitler- el comunismo como expresión de esa conciencia colectiva, como expresión de la Humanidad, tendría el derecho incluso a equivocarse, pero jamás a ser considerado o cuestionado como un ideal totalitario o criminal en base a los hechos. Porque, como él mismo dice: “pese a su triste aferramiento a lo inhumano, habrá de ser realizado una y otra vez”. 

lunes, 28 de noviembre de 2011

SOBRE HOMENAJES Y FUNAS ¿CÓMO PUDO SER?


En una interesante columna, Pablo Ortúzar plantea que en cuanto a la violación de Derechos Humanos durante la Dictadura en Chile, el paso que no nos hemos atrevido a dar seriamente es el de preguntarnos lo siguiente: si no debe ser, ¿cómo es que pudo ser?.

Cualquier sociedad que ha vivido hechos brutales, fratricidas y de alto costo humano, debiera preguntarse ¿Cómo llegamos a que unos u otros, se vuelvan tan brutales?

Al menos así lo han intentado hacer en Alemania, desde la caída del régimen nazi y su estela de crimen, donde todavía muchos, como lo hizo Hannah Arendt se preguntan ¿Cómo llegamos a eso? ¿Cómo esa sociedad, cuna de grandes pensadores, llegó a ese nivel de barbarie?

¿Cómo pudo ser? Esa debería ser la primera pregunta que las generaciones más jóvenes, e incluso las más viejas, deberían hacerse en Chile. ¿Cómo pudo ser?

¿Nos hemos preguntado en Chile, cómo pudo ser? Claramente no.

La mayoría ni siquiera se hace esa pregunta, porque ya tienen su línea dramática construida, con los buenos y los malos ya preestablecidos; o cuando se la hacen, la evaden recurriendo a la respuesta más simplona y burda (habitual por ser la que requiere menos esfuerzo ético) de personificar el mal en algún sujeto o sector, y con ello dividir el mundo en buenos y malos, en víctimas y verdugos, en patriotas y terroristas.

Y listo, así la respuesta estándar de unos u otros es: los malos son ustedes, nosotros somos los buenos. Del por qué llegamos a tal brutalidad, no hay ninguna respuesta.

Hay algo más profundo que se requiere enfrentar al momento de decir ¿Cómo se llegó a ese nivel de banalidad humana? ¿Cómo pudieron ser posibles tales actos brutales de unos contra otros en una sociedad?

En esa pregunta sin tiempo verbal específico, se busca indagar cómo una sociedad, en su descomposición (paulatina), llega al punto de trivializar la existencia humana de manera colectiva e individual. ¿Cómo una sociedad llega a banalizar actos que a todas luces, son criminales y contrarios al más mínimo sentido de humanidad?

Y la pregunta no se debería limitar a responder cómo una democracia considerada modelo en relación a sus vecinos, termina en un nivel de polarización y violencia política tan alta; sino cómo una sociedad –que es algo que va más allá del Estado, el gobierno y las clases políticas y politizadas- termina por descomponerse de tal forma en cuanto a sus relaciones e interacciones, como para generar y validar conductas coercitivas, y validarlas como legítimas de manera colectiva.

Y entonces, no basta con sólo analizar los datos históricos, las acciones y las palabras de unos u otros de manera cronológica como se ha hecho en gran parte, con el fútil objetivo de establecer culpabilidades, determinando quién empezó primero. No es suficiente.

Porque intentar establecer quién hizo la primera amenaza o dio la primera bofetada, es finalmente la misma lógica de los buenos y malos. Pero no responde ¿Cómo pudo ser posible tal violencia?

Para entender cómo los seres humanos en una sociedad, llegan a ese nivel de inhumanidad, se requiere preguntarnos más. Ser valientes, aunque eso implique poner en duda nuestros paradigmas y actos. Porque tal como dice Fernando Mires “el mal es banal cuando es cometido por seres banales, y sobre todo, banalizados”.

Lo anterior es clave, puesto que la existencia de seres banales y banalizados implica una revuelta de la sociedad misma contra el ser humano en su sentido pleno. Es decir, contra el valor de cada individuo como un fin en sí.

¿En qué punto desvalorizamos al individuo, la persona, como fin único?

Cuando se desconoce o se desvaloriza al individuo, y se considera a unos u otros como simples medios, o como estorbos molestos para un fin superior, la banalidad del mal está a un paso de concretarse de manera material. Eso, sin importar quien finalmente se imponga por la fuerza, porque la sociedad ya ha banalizado al ser humano.

Y eso pasó en Chile. En ambos bandos –aún cuando hablar de bandos es otra forma de banalizar- el ser humano, como individuo fue banalizado y con ello fue banalizado el mal, y con éste el crimen. Todos tenían explicaciones, justificaciones y argumentos para explicar tal banalización y tal criminalidad.

Hay una frase de Albert Camus en su ensayo el Hombre Rebelde, que es muy decidora cuando dice en cuanto a los crímenes del siglo XX: “Nuestros criminales no son ya esos muchachos inocentes a los cuales uno perdonaba y tenía que amar. Por el contrario, son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para convertir a los asesinos en jueces.»

La frase anterior parece llevarnos irremediablemente a la pugna universal y jamás resuelta entre medios y fines. A preguntarnos sobre la idea del bien que cada uno tiene o tuvo. Porque quiéranlo o no, se consideraban buenos, entiéndase bien, en tanto todos, apelaban a la idea del bien –y siguen apelando a la idea del bien- de manera abstracta.

Pero el detalle es otro, todos tenían su noción del bien, pero además, consideraban legítimo imponerla sobre otros, por la fuerza. Y hoy parece no ser distinto.

Unos hablaban del bien de la patria, o del pueblo, de Chile, y un largo, etc. Y esto, no es más que una forma de no pensar, es decir, de ser banal y de banalizar. De banalizar el mal en base a una idea del bien.

En un espacio donde el mal es banalizado por muchos -incluso por aquellos que presumen desear el bien o tener un fin noble o elevado-, las mentes psicópatas tienen una peligrosa chance de legitimidad para sus acciones criminales.

¿Cómo se produjo en Chile, la banalización del ser humano, su desmoralización, en sentido genérico?

Creo que una aproximación a esa compleja respuesta, radica en tratar de explicar la paulatina y subrepticia supresión del pensar como acto político en los espacios sociales. Es decir, de lo que Fernando Mires llama las ruinas del pensamiento político, entendiendo al pensamiento como un elemento ligado de manera inseparable a lo político, como lo entendían los griegos. Es decir, como el instrumento para actuar en el ágora. Para resolver de manera dialogada y pacífica las diferencias entre los ciudadanos.

Así, la violencia y la coerción, como lo he dicho en otras ocasiones, no es una extensión de la Política como muchos vociferan, sino que es su supresión brutal, criminal. Así lo demostró nuestra historia reciente.

En palabras simples, deberíamos tratar de explicarnos cómo es que llegamos a un punto en que el pensamiento –que es la base del diálogo- fracaso ante la fuerza.

Preguntarnos cómo llegamos a un punto donde los individuos –de un lado u otro- parecían haber perdido todo juicio y razón, es decir, su capacidad de pensar y con ello distinguir el bien del mal. Es decir, un punto en que sin importar ninguna clase de distinción o consideración, todos se habían vuelto superfluos. Porque banalizar a otros seres humanos es perder la noción del bien y el mal, e implica ser superfluo y banal también.

Preguntarnos ¿Cómo pudo ser? no implica de ninguna manera excusar a los culpables morales o legales de hecho brutales, que pueden ser claramente singularizados, sino responder en cuanto a las responsabilidades como sociedad. Y esto no implica decir: “todos somos culpables”, que como diría Hannah Arendt, serviría para exculpar a quienes sí son culpables, pues “donde todos son culpables nadie lo es”.

Establecer la responsabilidad como sociedad, implica asumir una responsabilidad política con el pasado reciente, pero sobre todo con el futuro y el presente.

Dejo abierta la invitación a reflexionar.

jueves, 24 de noviembre de 2011

VOTO OBLIGATORIO O CÓMO SIMULAR PARTICIPACIÓN


“El voto voluntario desincentivaría la participación”. Con esa frase, más datos que sustentan la frase, quienes rechazan el voto voluntario y apoyan obligar a votar, parecen saldar cualquier discusión sobre el tema. A simple vista, evitar la caída de la participación política y con ello de la representación, para salvar la Democracia parecen argumentos inapelables, pero ¿Qué entendemos por participación política  y democrática, realmente?

Y la pregunta es relevante no sólo cuando nos preguntamos en serio qué es participar votando, sino cuando analizamos en qué sistema electoral, es decir, de representación y participación, se nos obligaría a votar.

¿Acaso obligando a votar, los políticos tendrán incentivos para informar de manera concienzuda a sus electores sobre sus propuestas y otros asuntos? ¿Acaso las castas políticas se sentirán llamadas a abrir más espacios para la competencia política de candidatos independientes en diversos niveles, porque ahora nos obligan a votar? ¿Se sentirán llamadas a modificar el sistema binominal que les garantiza cupos con pocos votos porque nos obligan a votar? ¿Se sentirán llamados a evitar las reelecciones? ¿Se sentirán llamados a representar a sus electores?

Y reitero ¿Qué entendemos realmente por participación política, electoral o como quiera denominarse, al momento de usarla como argumento a favor de la obligatoriedad? ¿Acaso votando para cumplir –y evitar una sanción- se participa realmente? ¿Acaso se cree que por arte de magia, el voto obligatorio hará surgir la virtud cívica de los ciudadanos que se presume inexistente en éstos, y por lo cual se les obliga a votar?

Si somos honestos, diríamos no. Votando porque estamos obligados (sin tomar en cuenta si se vota informado y a conciencia, y no sólo para evitar sanciones, pero sin conocer quiénes y qué proponen los diversos candidatos) no se está participando  políticamente. Se simula participación política. Por inercia.  

Obligando a votar se construye una fantasía, una fábula, donde se presume que todos van a votar felices e informados, de manera consciente. Por tanto, como todos participan políticamente, pues asisten a las urnas -obligados-, quiere decir que aceptan el sistema electoral vigente, y a las élites políticas que se alimentan de éste.

Y esa ilusión, de que muchos votan, no fomenta mayor participación política, sino que la desvirtúa de su sentido político, la vuelve un trámite como renovar el permiso de circulación, y por tanto termina por fortalecer y a la vez esconder un sistema con castas políticas desprestigiadas, en las que pocos ciudadanos hoy confían, que no quieren competir con nadie, salvo con ellas mismas; que no quieren hacer ninguna clase de esfuerzo por captar nuevos votantes, salvo mantener sus clientelas, ya parasitarias.

En toda esta defensa del voto obligatorio, no veo a nadie promover un esfuerzo de las clases políticas por fomentar una educación política más sustancial a nivel ciudadano. No sólo en las escuelas, sino a través de los medios. Ni siquiera los partidos hacen eso a nivel de sus bases. Nadie, ningún político propone una campaña por un voto informado de verdad.

Y alguno saldrá con el deber. ¿El deber? ¿Podemos hablar de cumplimiento del deber, si el voto se ejecuta sin ninguna clase de información concreta, con la cual el elector pueda decidir de manera razonada su elección?

miércoles, 16 de noviembre de 2011

SIN LIBERTAD NO HAY DEBER


La discusión sobre la voluntariedad o la obligatoriedad del voto ha vuelto al tapete ahora que se discute si la inscripción en los registros debe o no, ser automática.

Y el recurso del deber ha vuelto en gloria y majestad, como el argumento infalible e insuperable por parte de quienes apoyan obligar a otros para acudir a las urnas.  Así se plantea en un artículo publicado en La Tercera, titulado Elogio del Deber.

Y nuevamente, como ha ocurrido en otros artículos, en ningún punto el autor se pregunta o invita a preguntarse, el por qué un alto porcentaje (4 millones según algunos) no se inscribe en los registros electorales, y por tanto no quiere votar por nadie.

Para qué hacerlo, si es más fácil obligar.

Pero además, el artículo se adorna con otra idea (dudosa). Que esos cuatro millones de no inscritos juzgan la política como consumidores, no como ciudadanos. Es decir, que consideran el voto un acto igual a ir al mall a pasear.

Pero eso es un juicio a priori sin fundamento alguno. Es más, quizás esos 4 millones de no inscritos juzgan la política de una manera mucho más ciudadana que muchos otros votantes, y por lo mismo rechazan votar para sustentar un sistema electoral que a todas luces, parece ir en sentido contrario a los criterios básicos de ciudadanía.

Pero claro, es más fácil decir al voleo que aquellos que no votan hoy, son meros consumistas inconscientes, que preguntarse por qué no vota.

Otra idea que se plantea en el artículo es que el voluntario, junto con la inscripción automática, deja a la noción misma de ciudadanía en una peligrosa ambigüedad.

Pero esa peligrosa ambigüedad en cuanto a lo ciudadano, la ha creado y sustentado el sistema político imperante. Es el sistema político y las castas que se han anquilosado a éste, las que han determinado cuándo las personas son y no son ciudadanas.  
Y lo son cuando quieren su voto para seguir en el poder o acceder a éste. Y no lo son cuando esos representados exigen responsabilidad al poder.

No es el voto voluntario el que podría vaciar la noción de ciudadano. Son aquellos que controlan el campo político electoral, los que han vaciado la noción de ciudadano, hasta llegar a la idea de que el ciudadano no le debe nada a nadie.

Quién representa mejor a ese ciudadano, desligado de toda responsabilidad y deber, no es otro que el político. Aquel que una vez electo se desliga de todo nexo con sus representados.

Porque no hay que olvidar que el representante también es un ciudadano, siempre. 

Quienes han roto toda noción de compromiso con la Democracia, la República, no han sido los no inscritos, tampoco lo hace el voto voluntario. Quienes han roto esa noción han sido las castas políticas. Son éstos quienes han dejado debilitadas las nociones que sustentan la idea de comunidad política.

El voto obligatorio no sólo no soluciona esa fractura, sino que además es contrario a la libertad del ciudadano en todo sentido, pues es contrario a la noción misma de ciudadano -entendido como un agente libre de participar en los asuntos de la polis- pues duda de tal carácter en los propios ciudadanos. 

Un nosotros no sea crea a punta de pistola, ni bajo coacción directa o indirecta. Porque no hay deber con una pistola en la sien.

jueves, 10 de noviembre de 2011

BREVE MANIFIESTO LIBERTARIO


Al ver cómo la coacción y la agresión como forma de acción política -sea explícita o como amenaza- comienza a tomar ciertos espacios del discurso político, surge la pregunta ¿Dónde están los defensores de la Libertad?

Y para no andar con rodeos, hablo de la Libertad entendida como el respeto que cada individuo merece en cuanto dueño de sí mismo, de su persona, su cuerpo y su voluntad. Es decir, para estar libre de agresión y coacción (salvo que inicie la agresión contra otro).

¿Con qué derecho unos y otros se adjudican la facultad de agredir a otros en nombre de ciertos principios o fines? ¿Con qué derecho se atribuyen la potestad para someterlos a su fuerza, y así llevar a cabo su voluntad particular? ¿Por sanción divina, ley, por contrato, por mayoría, por tradición, por dialéctica, por raza?

No hay respuesta, porque en el fondo no hay justificación alguna. Excepto si aquellos que justifican o aceptan algún tipo de imposición por fuerza sobre las personas, se consideran dueños de otros como para someterlos a su criterio bajo su fuerza, más allá de la legítima defensa propia ante una agresión.

Es decir, la única justificación que existiría es que en el fondo sean unos usurpadores, que aceptan y promueven el actuar coactivo de unos sobre la voluntad de otros. Que en el fondo -y aunque algunos lo nieguen- se tenga una pretensión y concepción autoritaria (mediante la cual aceptan aplicar la coacción en ciertos contextos o según ciertos criterios o principios).

La ética libertariana se opone a eso y juzga como ilegítima cualquier coacción contra otro, a nombre de principios o fines, que vayan más allá de la legítima defensa. Eso distingue la ética del libertariano de la de cualquier otro individuo en el ecléctico espectro ideológico político. Y eso también lo aísla de tal espectro.

Pero eso que lo aísla, le permite entender que la pretensión autoritaria, que es la ética de la violencia, no es exclusiva de un sector político; o de un tipo de Estado u organización política; o de un contexto histórico según leyes mecánicas; o de una clase social; o de un tipo de individuo; o de un tipo de raza, credo, etc.

Le permite entender que dicha pretensión autoritaria ha estado presente en todas las épocas y sociedades, amenazante contra el individuo, la persona y su voluntad.

Por tanto, también le permite entender que el fondo de todos los asuntos y problemas que se llaman políticos, han tenido su raíz en la pugna y tensión entre Autoritarismo (el ejercicio de la pretensión autoritaria) y Libertad, la defensa de la autonomía personal, que es la ética de la autoposesión.

Es decir, estos dilemas tienen sus génesis en la tensión entre la ética de la usurpación (el ejercicio injustificado de la fuerza por parte de unos sobre otra persona); y la ética de la autoposesión (la defensa del individuo como dueño de sí y su voluntad), que es la ética de la Libertad.

En dicha tensión histórica, la ética de la usurpación ha triunfado de manera nefasta por sobre la ética de la autoposesión, a costa de millones de vidas humanas. La historia así lo demuestra.

Una de las causas de dicho triunfo es que una gran mayoría de individuos, a lo largo de la historia, se siente y se ha sentido con derecho para someter a otros -por fuerza o amenaza en el uso de la fuerza- ya sea de manera individual o colectiva, para imponer sus criterios, valores o fines particulares, por medio de la fuerza.

Es decir, una lamentable mayoría de personas ha visto y ve en la ética de la usurpación, en la moral de la violencia, el modo de saldar conflictos y desavenencias entre los diversos individuos.

Una lamentable mayoría confía en la ética de la usurpación como el método para imponer sus diversos fines y valores, según sus diversos criterios. Es decir, debido a su pretensión autoritaria, valoran la coacción como modo de acción, para imponer su voluntad. Son por tanto, antiliberales y también antipolíticos.

Y entonces por ejemplo, no ha sido difícil que los usurpados y sometidos por un tirano, en sus pretensiones de liberarse de sus usurpadores, una vez derrocados los viejos déspotas, deriven en nuevos abusadores y opresores sobre otros individuos para mantener su poder, y el orden que consideran justo.

Como dijimos, y este es el punto central, la ética de la usurpación (la pretensión autoritaria) siempre ha estado en tensión con la ética de la autoposesión, que es la ética de la Libertad.

Por eso, a lo largo de la historia han sido habituales los altos y bajos en base a los contrapesos y atomizaciones que el poder coactivo -en sus diversas formas de organización- ha sufrido a lo largo de los siglos, por parte de los individuos que se oponen a su injerencia totalitaria sobre sus cuerpos y voluntades.

La Propensión autoritaria hoy

En el contexto actual que vivimos como sociedad, después de algunos años de apaciguamiento de las diversas pretensiones autoritarias, producto de la valoración de la Democracia como modo de resolver conflictos, luego de las nefastas experiencias totalitarias y autoritarias del siglo XX, la ética de la usurpación nuevamente parece irse imponiendo, aunque de manera solapada en los asuntos que llamamos políticos, sociales y económicos.

Y tal como debería presumirse, sin depender del sector político, la clase o grupo social, los fines que se digan defender, o cualquier otra distinción que se aplique.

Como primera advertencia, con esto no pretendo establecer una doctrina, ni establecer un dogma, y menos una especie de manual para la acción. Tampoco pretendo proponer un modelo social, político o económico. Sólo pretendo hacer notar la importancia de ciertos principios, sobre todo al momento de hablar de Política.

La importancia de elevar ciertos principios se hace imperiosa sobre todo en un contexto político, social-económico, y por ende histórico, donde en medio de la contingencia y turbulencia de los hechos y cambios, la acción más impulsiva parece imponerse por sobre el criterio de la razón y lo razonable. Donde la brutalidad parece  imponerse por sobre la prudencia. Donde la fuerza se impone por sobre el diálogo.

Hoy, la pretensión autoritaria se ha impuesto de manera transversal sin depender de las posiciones contingentes, a partir de la tensión entre quienes defienden el orden de privilegios vigente -impuesto en base a una pretensión autoritaria previa- y quienes promueven cambios a dicho orden.

Muchos dirán que los principios o fines que se contraponen indican que esa transversalidad no es así. Que tal tensión es ficticia –como quizás dirán los que quieren mantener el stato quo-; o que la tensión justifica todas sus acciones, incluso algunas violentas -como quizás dirán los que quieren cambios-.

En el fondo, sea cual sea el argumento que levanten, de alguna u otra forma terminarán defendiendo cierta forma de imposición por fuerza sobre los individuos. Es decir, terminarán justificando la ética de la usurpación y la violencia, desconociendo el hecho irrefutable de que cada individuo es dueño de sí mismo, su vida, su cuerpo y su voluntad.

Terminarán negando el hecho irrefutable de que ningún individuo o grupo de individuos, por numeroso sea, tiene el derecho a iniciar la fuerza contra otro, más allá de la legítima defensa. Eso, aunque se digan de tal o cual lado del espectro ideológico político, o aunque digan defender tales principios o tales fines.

En ese sentido, y ante esos dilemas, que siguen siendo los principales dilemas políticos, en estos tiempos, los llamados liberales parecen no saber hacia donde establecer posiciones en cuanto a sus opiniones, críticas y apoyos.

Algunos, creyendo apoyar la causa de la Libertad, terminan por apoyar las causas del nepotismo, la plutocracia y el privilegio. Otros creyendo apoyar la misma causa de la Libertad, terminan apoyando a potenciales nuevos déspotas y sus ansías personales de poder, dando paso a la tiranía de la mayoría (la oclocracia), o la dictadura basada en el culto a la personalidad, una autocracia.

A diferencia de lo que ocurría cuando los liberales clásicos se oponían al absolutismo y la casta de privilegiados que giraban en torno al monopolio autoritario del rey, hoy parecen más desorientados.

Muchos, víctimas de su confusión de principios, y una clara falta de un concepto claro de Libertad, terminan apoyando a una u otra propensión autoritaria. De manera directa o indirecta.

Otros, un tanto más claros, terminan marginándose de la discusión política contingente, optando por el aislamiento activo.

Esta última posición es relativamente cómoda para la acción crítica, pero no suficiente cuando principios como pluralismo, la tolerancia y contrapesos al poder (basados en el principio esencial de respeto a la autoposesión del individuo) comienzan a verse mermados en favor de tendencias autoritarias, de manera transversal en el espectro y la discusión política.

Y como siempre ocurre, el menoscabo final, al respeto al individuo y su autoposesión ocurre de manera imperceptible al principio. Nadie parece percibir el proceso de aniquilamiento de la individualidad. Y muchos entran en razón cuando la coacción por parte de unos contra otros, se ha desatado sobre sus cabezas.

La supremacía de la pretensión autoritaria por sobre la Libertad, se produce de manera paulatina.

Comienza a través de las palabras, a nivel discursivo donde se avala el uso de la violencia, y siempre termina por instaurarse como práctica indiscriminada, mediante la ejecución de la agresión como un acto legítimo por parte de los grupos organizados que se imponen. Todo con el lamentable respaldado de otros tantos.

Entonces, en desmedro de la ética de la autoposesión, se impone la ética de la usurpación, que se esconde tras la conquista y la esclavitud, por ejemplo.

Cuando la pretensión autoritaria se comienza a imponer como práctica, la polarización entre los individuos se asoma de manera paulatina. Y entonces, un signo de individualidad y por ello de libertad, como es el poder pensar y opinar de manera distinta a otros, sobre las cosas y la existencia, se va degradando.

El pensamiento comienza a homogeneizarse y finalmente, se torna dogmático y colectivista. Sin depender del lado del espectro ideológico político que digan ocupar los líderes y sus seguidores.

Entonces, el individuo queda suprimido, y entonces el pueblo, la nación o la patria, que son distintas formas de colectivismo, someten su voluntad y pensamiento por fuerza, según lo que dictan los nuevos déspotas de turno.

Y entonces, la Libertad ha sido derrotada a favor del poder y el privilegio de unos cuantos, que sin contrapesos alguno a su despotismo, se elevan a la categoría de semidioses. Y con ello, la igualdad se vuelve una quimera.


Un nuevo espacio para la Libertad

Los cambios que hoy se viven, están poniendo en tela de juicio el orden vigente desde hace más de tres o cuatro siglos. No se trata sólo de una tensión entre modelos político-económicos sociales, como algunos pretenden al propugnar como solución sus modelos particulares de Estado, o al defender el stato quo vigente.

Se trata de un cuestionamiento al poder en general, y los diversos modos en que se ha ejercido y se ejerce desde hace siglos. No se cuestiona (como en la vieja discusión entre liberales y comunistas) el quiénes deben gobernar, sino la legitimidad del gobierno mismo. Hoy pocos confían en el poder y sus estructuras.

Pero hay algo importante. En el proceso de cambios vigente, también se cuestiona el orden de inmunidades cuyo fundamento esencial es el poder político y su monopolio sobre los individuos. Se cuestiona al Estado, sea cual sea el apellido que le agreguen quienes lo controlan, y los órdenes políticos, sociales y económicos que surjan de éste.

En otras palabras, y esto deben tenerlo claro los Liberales, estos cambios, son similares a los cambios surgidos siglos atrás, producto del agotamiento del poder absolutista en Europa, y la lucha de las personas contra los privilegios que algunas castas se adjudicaban en base a éste.

Las crisis que se viven hoy en diversas sociedades, son una expresión contra la estructura de privilegios que el poder gubernamental, sin depender del tipo de régimen político, ha sustentado por varios siglos en distintas latitudes del mundo.

Pero hay algo más importante que no se debe olvidar, en cuanto a esa lucha contra el privilegio sustentando en el poder que iniciaron los liberales contra los principios del absolutismo, y que luego otros derivados continuaron:

La Libertad y con ello la Igualdad, siempre fueron derrotadas en cada una de sus batallas.

Fueron derrotadas por la codicia de los líderes, la ambición y vaguedad de principios de sus seguidores, pero sobre todo por las ideas autoritarias nefastas que surgieron en el camino, al alero de la ética de la usurpación, la moral de la violencia.

Esas ideas nefastas, que despreciaban al individuo como dueño de sí mismo, siempre terminaron por imponer la ética de la usurpación, de la violencia, como arma contra el privilegio; o como arma del privilegio.

Porque no hay que olvidar nunca que el poder corrompe siempre. Y concentrado es nefasto. Porque no hay ser humano ni líder infalible a su influencia, ni idea infalible que se le acople. Siempre uno puede derivar en déspota o verdugo.

El poder siempre requiere contrapesos y frenos.

La Democracia

El poder corrompe, y el poder concentrado y absoluto corrompe aún más. Así, muchas veces se torna brutal, sanguinario, criminal. Lo peor, con el beneplácito o la concesión por omisión de muchos.

El absolutismo, que fue la culminación de un proceso de concentración material e ideológica del poder y clara manifestación de la ética de la usurpación (la pretensión autoritaria) suprimió al individuo y su voluntad particular. Redujo a la persona humana y la convirtió en una carga y a la vez en un material del propio poder, crecientemente corrupto de los autócratas.

La supresión del individuo, de su voluntad, permitió por siglos hacer creer a los hombres y mujeres que eran meros recursos de la voluntad de sus gobernantes. Incapaces de constatar la propia corrupción de éstos, se dejaron llevar por su codicia liberticida, creyendo que lo que hacían esos déspotas era virtuoso.

Pero lo cierto es que no hay individuo, ni familia o grupo virtuoso, o que este libre de los influjos nefastos del poder concentrado y vitalicio. Por eso, el poder siempre, sin importar el carácter u origen del gobernante, o los fines que diga defender, requiere contrapesos.

A eso se opusieron los liberales clásicos cuando comenzaron a cuestionar el derecho divino de los reyes y el absolutismo autocrático que con éste justificaban. Revitalizando el valor del individuo, su autoposesión, como valor central para la sociedad y el ejercicio del poder.

El liberalismo se plantea no con el objetivo de cambiar la dual y problemática naturaleza humana, sino planteando contenciones a los instintos más dañinos que afloran de ésta cuando se ejerce el poder en cualquiera de sus formas.

En esa búsqueda por contener los vicios humanos en torno al poder, entre los que se encuentra el uso injustificado de la fuerza sobre las personas, surge como alternativa la Democracia moderna y todo lo que implica.

Es decir, la Democracia surge esencialmente como un modo de contención a la ética de la usurpación, que por siglos venía ejerciendo su dominio y se expresaba primero en la barbarie y el saqueo; y luego en la conquista militar, la autocracia y la esclavitud.

Los principios que sustentan el surgimiento de la Democracia, brotan principalmente como un modo de evitar los vicios y abusos acaecidos durante el absolutismo en contra del individuo, y por tanto como una forma de evitar los vicios de nuevas concentraciones de poder, sea religioso, político, o económico. Ese es el propósito con que surge la democracia moderna. No es otro.

Surge como una revaloración de la voluntad individual, de la razón individual, y no como una valoración colectivista de la sociedad, como muchos mal entendieron al hablar de voluntad general como una totalidad que se imponía sin contrapesos sobre el individuo, lo que es finalmente una especie de nueva religión absolutista.

Por tanto, tampoco surge como una especie de panacea que convierte la vida terrenal, en un Edén.

La democracia es un modo de frenar al poder, que es el poder que ejercen los seres humanos, de distribuirlo y atomizarlo. Es una forma de frenar la supremacía de la ética de la usurpación. Por tanto, no es un modo de imponer voluntades según el número de individuos que apoyan una causa, o según la capacidad de imponer la fuerza sobre otro grupo minoritario, que es finalmente otra forma de poder concentrado y absolutista.

La Democracia es un modo de respetar voluntades diversas, para permitirles a las mismas, dialogar en cuanto los asuntos públicos y resolver de manera pacífica sus desavenencias y diferencias. Es por tanto el modo –perfectible- de fomentar la ética de la autoposesión de cada individuo.

Ese es el ideal democrático. No obstante, la Democracia nunca es perfecta sino perfectible. Es el menos malo de los regímenes de gobierno. El más cercano a respetar o promover la ética de la autoposesión, y por tanto la Libertad.

Hoy, en esta fase de tensiones, donde la ética de la usurpación –que es la ética de la violencia- comienza a posicionarse, quienes valoran la Democracia deben levantar la ética de la autoposesión como principio fundamental.

Sí se es débil en promover la ética de la autoposesión, la ética de la usurpación puede y podría terminar siendo usada por aquellos que quieren mantener el stato quo vigente que les garantiza prebendas; o por aquellos que creen luchar por algo nuevo.

Cualquiera sea el caso, en caso de imponerse la moral de la violencia, la Libertad y la Democracia, serán usadas como principios de manera vacía, y serán por el contrario camuflajes para el autoritarismo, la dictadura, la brutalidad y el crimen contra los individuos.

La ética de la autoposesión debe promoverse para encauzar los cambios de una manera ética, mediante la cual se respete al individuo, a cada persona, y su voluntad y todo lo que ello implica.

Los liberales hoy más que nunca, deben promover la ética de la autoposesión, en respuesta a la ética de la usurpación, que es la moral de la violencia. 

miércoles, 26 de octubre de 2011

El Stato quo mercantilista no es libre mercado


En un artículo publicado en ElCato.org, titulado Falacias del discurso igualitario, Axel Kaiser plantea una crítica a lo que llama demandas por igualdad a nivel mundial, en alusión a los movimientos de protesta en diversas partes del planeta como España, Estados Unidos y Chile.

Dice: El mundo atraviesa por una creciente demanda por igualdad sobre la cual vale la pena reflexionar dado el inevitable impacto que tendrá sobre los sistemas económicos y sociales”.

Como primera idea, se podría decir que eso que él llama demandas por igualdad, son más demandas de diverso tipo contra el privilegio sustentando en el poder estatal en diversos países, y no tanto demandas por igualdad en un sentido general. Aunque ciertamente tienden a confundirse a simple vista.

Y claro, desde el punto de vista de la Libertad, las demandas por igualdad en un sentido general y sin ninguna clase de análisis en cuanto a la igualdad, pueden ser vistas al filo del igualitarismo, y por tanto como riesgosas para la primera.

No obstante, si aceptamos que las demandas por igualdad, son más bien contra el privilegio, y además nos preguntamos: ¿Cómo se ha producido la acumulación de riqueza y la propiedad en los actuales sistemas económicos y sociales del mundo?

La respuesta se torna más compleja de lo que plantea Kaiser.

Él, al igual que muchos liberales, sustenta toda su argumentación en un a priori dudoso: da por hecho que los derechos de propiedad y la riqueza vigentes y existentes, surgen y son fruto del libre intercambio.

Es decir, como planteaba Rothbard, da por sentada la validez de “todos los títulos de propiedad existentes, esto es, títulos de propiedad y derechos, decretados por el mismo gobierno que es condenado como un agresor crónico”.

Y claro, al no preguntarse si la riqueza y la propiedad son o no “fruto de la arbitrariedad de los aparatos estatales como hoy ocurre en gran medida” (Alberto Benegas Lynch), considera que “no es justo ni económicamente racional que quienes ganan más paguen proporcionalmente más de sus ingresos”.

Pero lo cierto es que en muchos países, como los latinoamericanos por ejemplo, muchas privatizaciones se han efectuado en base a la afinidad de algunos con la camarilla de gobierno de turno, y además, los sistemas impositivos son más bien regresivos, de claro carácter mercantilista, a favor de los grandes propietarios, en desmedro de los medianos y pequeños. Las cargas tributarias las asumen no sólo los más pobres sino también las clases medias productivas, que terminan financiando la riqueza y derechos de propiedad de los más ricos corporativos y políticos.

Como Kaiser no se pregunta esto, es decir si la riqueza y los derechos de propiedad han surgido por el libre mercado; o si han surgido por privilegios y prebendas otorgados por el Estado, gracias a la alianza con el poder político, fácilmente llega a decir: “el problema de desigualdad en muchos países, entre los que destaca el caso de Chile como uno de los más desiguales del mundo, dice relación esencialmente con los ingresos autónomos, esto es, con la productividad de las personas”.


Kaiser cae en una falacia al dar por sentado que es un error dudar que “aquel que ha acumulado mayor riqueza no ha contribuido simultáneamente en mayor medida a aumentar el bienestar de la sociedad”. Pero si tomamos en cuenta a los nuevos grandes ricos después de los rescates estatales en algunos países, o como se sustenta el monopolio de algunas corporaciones, la duda es legítima y necesaria.


Y entonces, lo que plantea como una defensa del libre mercado y la Libertad, se torna una defensa del stato quo mercantilista, cuando dice: “en el caso chileno, el Estado ya transfiere lo suficiente a los grupos desfavorecidos como para disminuir sustancialmente la brecha de ingresos derivada del delta de productividad”.


Su argumento de la productividad de las personas no se sostiene. El argumento de una estructura mercantilista que favorece el privilegio en desmedro de la libre competencia, es lejos más realista.

Quizás sería bueno recordarle lo que decía Frédéric Bastiat (1801-1850) en Propiedad Y Ley: “¿Qué demandan hoy las clases sufrientes? No demandan otra cosa que lo que han demandado y obtenido los capitalistas y los propietarios de bienes raíces. Ellos demandan la intervención de la ley para equilibrar, ponderar, igualar la riqueza. Lo que se hizo por medio de la aduana, quieren se haga por otras instituciones, pero el principio es siempre el mismo, tomar legislativamente de los unos para darle a los otros, y por cierto, puesto que son ustedes, propietarios y capitalistas, quienes han hecho admitir este funesto principio no exclamen luego si los más desdichados que ustedes les reclaman el beneficio".

Porque claro, como el mismo Kaiser dice “es hora de que en el mundo y especialmente en América Latina transitemos, de un discurso centrado en la igualdad y distribución de riqueza, a uno basado en la libertad y creación de riqueza”.

Y podemos –y deberíamos agregar- una libertad basada en el libre mercado y no en el mercantilismo imperante.