jueves, 25 de noviembre de 2010

EL DIOS VOTO

Los argumentos en torno a la obligatoriedad del voto, parecen más una defensa del voto en sí, que una defensa a favor de la participación de los ciudadanos, la democracia, o la libertad.

Leyendo un interesante escrito intitulado Liberalismo y voto voluntario, me encontré nuevamente con que los argumentos a favor del voto obligatorio, al igual que todos los textos que he leído hasta ahora, se basan básicamente en plantear los supuestos males que traería el voto voluntario (aumento en la desigualdad de oportunidades; déficit de representatividad; baja legitimidad).

Bajo estos argumentos, que por lo demás, en ningún caso parece evitar el voto obligatorio, la validez de la obligatoriedad más bien se considera un preventivo para evitar supuestas hecatombes políticas, que un bien político en sí.

Pero hay algo más profundo e importante en todo esto, que tiene relación con la idea que se tiene de Democracia, Participación política y Libertad.

Decir que de la voluntariedad del voto surgirá más desigualdad, un déficit de representatividad y baja legitimidad, es reducir el espacio político y con ello la participación ciudadana, a una dimensión estatal, electoral y partidista, acotada en términos reales para los ciudadanos, a un espacio temporal específico y reducido, la urna.

Así, queda fuera de lo político cualquier otra forma de participación política no violenta (la violencia suprime la política). Esa exclusión es tanto para los individuos como agentes políticos independientes, como para sus diversas formas de asociación no partidaria -la sociedad civil como espacio democrático- mediante las cuales pueden expresar ideas, demandas e incidir en la toma de decisiones.

Irremediablemente, así también se reduce la noción de Democracia –y todo lo que implica- a ese espacio físico y temporal tremendamente acotado que es el acto del voto en la urna. Y se deja fuera el sustento que -en teoría- una sociedad abierta debería tener, es decir, una discusión constante y fluida entre los ciudadanos, sobre los asuntos públicos en diversos espacios y tiempos. Entre los líderes de opinión en sentido estricto, no sólo de las élites sino de cada ámbito.

Con la contracción de la Democracia y la participación política a la urna, el resto del tiempo, los individuos –anulados para actuar como agentes políticos y por tanto como ciudadanos- pasarían a ser súbditos del poder político estatal y partidario. Estarían obligados a someterse bajo un despotismo blando legal y electoralmente legitimado, que les otorga un único derecho político, un sacramento simbólico cada cuatro años, el voto.

Porque una cosa es defender el voto –y obligatorio- per se, y otra muy distinta defender la Democracia –y la participación- o la libertad como principios esenciales. Las distancias entre ambos elementos, no sólo en términos ordinales sino que nominales son enormes. Como el mismo Rawls decía: una cosa son las libertades políticas iguales y otra el valor equitativo de dichas libertades.

¿Por qué insisto en esto? Porque lo que muchos olvidan es que podemos tener democracias de Partido Hegemónico, como hubo en México, e incluso dictaduras (democracias de un partido único para ser irónicos), donde cada cierto tiempo se llamaba a votar (o se obligaba), y donde aún así, se cumplían fatalmente los tres argumentos esenciales esgrimidos contra la voluntariedad. (Aumento en la desigualdad de oportunidades; déficit de representatividad; baja legitimidad).

Y entonces entramos en un terreno complejo, de lo normativo ¿Es el voto la base central de la Democracia? ¿Qué implica y significa realmente la participación política en un Democracia? ¿Cuáles son sus límites o espacios? ¿Qué función cumplen los ciudadanos en una Democracia?

EL SACRAMENTO CADA CUATRO AÑOS
Creer que la voluntariedad del voto haría colapsar el sistema democrático o la libertad, es sustentar la Democracia y la Libertad en ese acto, sin tomar en cuenta otras dimensiones de lo social y político.

Los defensores del voto obligatorio no obstante, argumentan en base antecedentes técnicos y estadísticos electorales, y simultáneamente apelan a aspectos normativos en cuanto a lo político –como la igualdad de oportunidades, representatividad- que posteriormente obvian, o parecen dar por hechos, o salvaguardados por la obligatoriedad del voto.

Así por ejemplo, el hecho que muchos o pocos voten, no define un sistema democrático como tal, ni determina la real representatividad de los ciudadanos y sus diversos intereses, ni la legitimidad de un gobierno o mandato, menos aún los espacios de libertad de los individuos.

El respeto de la autoridad electa a la institucionalidad democrática y sobre todo a los derechos de los ciudadanos son elementos que no dependen del voto necesariamente sino de una institucionalidad, donde los propios ciudadanos pueden actuar como agentes políticos independientes, que controlan al poder, se contraponen a éste, y donde hacen competir sus ideas e intereses sin depender de sus representantes.

La sobrevaloración del voto en sí, sin considerar la necesidad de ciudadanos participantes e instituciones democráticas más allá de lo estatal, electoral y partidario, sólo es un paso hacia una especie de dictadura de mayorías –con muchos o pocos votantes-; una especie de religión electoral donde el dios es el voto, y los ciudadanos se limitan a cumplir un ritual cada cierto tiempo, para luego esconderse en sus casas, lo que se traduce irremediablemente en un despotismo electoral.

Por eso no es raro que en defensa de la libertad, la mayoría de los defensores del voto obligatorio repitan el dilema de Rousseau, y justifiquen la coacción sobre los individuos para mantener la libertad.  La pregunta es ¿Qué clase de libertad se defiende con coacción?

jueves, 4 de noviembre de 2010

SUPUESTOS ERRADOS EN DEFENSA DEL VOTO OBLIGATORIO


En dos columnas a favor de la obligatoriedad del voto hay argumentos que apelan al deber ciudadano, la democracia y el bien común. No obstante se basan en supuestos errados.


Tanto Jorge Costadota como Daniel Mansuy escriben en El Mostrador en defensa del voto obligatorio, basando sus argumentos en ciertos tópicos que analizaremos:

1) El deber de los ciudadanos con el bien común y la comunidad.
2) El riesgo de aumentar la desafección política debilitando la democracia.

1) EL DEBER DE LOS CIUDADANOS CON EL BIEN COMÚN Y LA COMUNIDAD
Ambos autores apelan –aunque con énfasis distintos- al deber de los ciudadanos con la comunidad, el bien común, y el destino nacional.

Costadota dice: “conviene revisar un mecanismo jurídico que puede menoscabar la capacidad de alcanzar la unidad con la que hemos podido construirnos…que liberará a los chilenos de uno de los deberes más importantes con el bien común”. 

Por otro lado Mansuy dice: “el voto voluntario podría agravarlos…lo público no puede reducirse a lo privado…hacernos cargo de nuestro destino común importa asumir ciertas responsabilidades sin las cuales no tendremos ni comunidad ni libertad ni (casi) nada”.

Estos argumentos basan erróneamente el bien común en la obligatoriedad legal del voto. Es decir, presumen que sin la obligación de votar no habría política alguna ni valor democrático por parte de un número sustancial de ciudadanos.

Como dice Costadota: “El cambio legal en cuestión sacrifica a un mal liberalismo la educación cívica de los chilenos. Es una señal de exención de responsabilidad a los jóvenes, antes que una invitación a comprometerse con el futuro de la patria”.

El error es mayúsculo. Creen que la Democracia y la Política, y con ello lo cívico, dependen del voto obligatorio. Al hacer eso, reducen la Democracia y la Política al mero instante de votar. Peor aún, reducen a los ciudadanos (individuos racionales y dialogantes) a meros votantes (una masa de electores alterables).

Pero hay algo más interesante en estas apelaciones al deber de los ciudadanos, que tiene relación con el disciplinamiento y un tufillo autoritario. Todos estos mensajes invocando al deber del votante con “la patria o el bien común”, tienen una característica en común: solicitan el compromiso irrestricto de los electores con el voto y simultáneamente suprimen un deber primordial para la sanidad democrática y política; el deber de los candidatos con respecto a ese mismo voto. Es decir, el compromiso que deben asumir los elegidos, los políticos, con respecto a sus electores.

Entonces, esos mensajes irremediablemente se traducen en términos reales, en deber con el sistema político imperante, sea como sea. No defienden ampliar las opciones electorales de los ciudadanos, sino a mantener la disciplina de participar sólo votando y no de cualquier forma.

No es extraña entonces la frase de Costadota: “Esta democracia a la chilena que tenemos, ha sido un factor decisivo de la prosperidad actual de Chile. Los progresos del país se deben en mayor medida a una sociedad trabajadora, disciplinada y ordenada, y al sentido cívico de nuestro pueblo. En nuestra historia, el sentido de unidad y de responsabilidad política ha sido clave”.  

Esto no es lleva directamente al segundo punto.

2) EL RIESGO DE AUMENTAR LA DESAFECCIÓN DEBILITANDO LA DEMOCRACIA
Uno de los argumentos más usados contra el voto voluntario, apela a que con éste, los pobres quedarán subrrepresentados, al no tener incentivos para votar porque muchos dejarán de hacerlo, y el sistema democrático se debilitará más.

Mansuy dice: “no parece que la solución pase por la voluntariedad del voto —que terminará de debilitar a un sistema ya alicaído— sino por reformar más profundamente el sistema político, partiendo quizás por la ley electoral”.

Pero si somos sinceros, la obligatoriedad no ha garantizado la participación política, menos aún una responsabilidad cívica con la democracia. El año pasado en Chile 3,9 millones de chilenos en condiciones de votar no estaban inscritos en los registros electorales y sólo un 8% de los jóvenes menores de 30 años en edad de votar (que conforman el 36% del padrón electoral) lo hicieron.

La pregunta es ¿Por qué? ¿Por flojos, ignorantes, irresponsables, faltos de compromiso, egoístas como dicen algunos? No necesariamente.

La alta desafección electoral –no sólo entre pobres sino también entre profesionales- existe por diversas razones. Una de ella es porque el sistema político (sistema electoral y los partidos políticos) no está generando representación, y peor aún se vuelve cada vez más elitista y partidocrático.

En otras palabras, la apatía no se origina necesariamente por falta de interés sino más bien por un diagnóstico desfavorable, que hacen los ciudadanos en cuanto al sistema político, y al cual las propias élites políticas han contribuido a fortalecer. No es necesario dar ejemplos.

Por otro lado, si las estadísticas están indicando -como replican varios- que ahora “los más pobres votan menos que los más ricos”, el argumento de que los pobres votarán menos si hay voto voluntario, involucra para quienes lo usan, reconocer algo previo y peor.

Implica aceptar que en el régimen actual con voto obligatorio, la intención de voto de los pobres no depende de su raciocinio político personal (como ciudadano) sino del impulso que le da el temor a la sanción al no cumplir la obligación de votar (es decir una cuestión instintiva). Implica reconocer que los estaría convirtiendo en un electorado cautivo por ley, de la oferta política populista de candidatos gustosos del clientelismo electoral.

Es decir, el voto obligatorio estaría creando un falso escenario de compromiso ciudadano con la democracia, de participación y bien común. Y lo que hace es reemplazar la clientela electoral ya envejecida, y de pasada de justificar la totalidad del sistema político imperante.

Un internauta contra argumentó: “Cuando el voto es obligatorio, se elimina la posibilidad de su compra, cuando es voluntario se facilita la corrupción al permitir que se ofrezca ventajas para que alguien vote”.

Pero ¿Cómo impide eso el voto obligatorio en el escenario descrito antes? 
Lo cierto es que el voto voluntario eleva el costo de soborno sobre los más pobres, porque el ciudadano tiene al menos la libertad de negarse a votar, si el ofrecimiento que implica el cohecho es bajo. El voto obligatorio en cambio facilita el clientelismo pues la multa por no votar es más cara que una canasta familiar ganada por votar.

Entonces ¿Qué clase de elector es ese, que crea el voto obligatorio?  ¿Eso se defiende con el voto obligatorio? ¿Un clientelismo garantizado por ley? ¿Un electorado cautivo?

Costadota nos da la respuesta, y nos muestra claramente la verdadera idea del disciplinamiento detrás de la defensa del voto obligatorio: “De aquí que estimemos que el voto voluntario constituye un paso en contrario a estos valores culturales profundos. Permitir la posibilidad de desentenderse políticamente de la suerte del país, que es exactamente el peligro que advertimos, puede desviar y acarrear un perjuicio grave a nuestra tradición cultural”.

Raro concepto del voto. Lo cierto es que el voto no es una mecanismo para mantener tradiciones culturales, ni para generar “unidad nacional”. Es un mecanismo para transferir el poder pacíficamente en una democracia, nada más (y supuestamente para asignar representación, aunque eso me genera cada vez más dudas).    

martes, 2 de noviembre de 2010

LEGALIZACIÓN DE LA MARIHUANA: UNA DEFENSA DE LA LIBERTAD INDIVIDUAL


El referéndum acerca de la marihuana en el estado de California (donde el consumo de cannabis bajo prescripción médica ya es legal) para dirimir la si se autoriza (Proposición 19) o no su cultivo, posesión, consumo y compra a mayores de 21 años, nuevamente ha incitado el debate entre prohibicionistas y liberalizadores de las drogas.

Un detalle. En las discusiones entre ambos “bandos”, pocas veces se incluyen como argumento y eje  principal de la discusión la defensa de la libertad individual, aquella idea de que “cada hombre debe necesariamente juzgar y determinar por sí mismo qué le es necesario y le produce bienestar y qué lo destruye”. Lysander Spooner en Los vicios no son delitos.

Los prohibicionistas basan sus argumentos en dos ideas esenciales conjuntas:
  1. Que la liberalización dará paso a un aumento de la criminalidad.
  2. Que el gobierno o el Estado deben prevenir el vicio, y castigarlo como un delito, para evitar otros delitos.

1. En cuanto a que la liberalización dará paso a un aumento de la criminalidad

El fracaso de la prohibición de las drogas para evitar el crimen es un hecho -ya sea el surgimiento de carteles y mafias que controlan o más bien evitan la competencia con violencia; o la comisión de delitos bajo la influencia de sustancias-. Como explica Gary Becker, los costos de su aplicación exceden en mucho los beneficios. 


2. En cuanto a la idea de que el Estado debe prevenir el vicio para evitar otros delitos
Es la idea que enarbolan casi todos los gobiernos y prohibicionistas, del color que sean, bajo una autopercepción de superioridad moral.

En contra de este punto, hay un argumento libertario a favor de la legalización, más potente aún que el fracaso mismo de la prohibición*, que como decía Spooner, tiene relación con que del hecho de que un hombre se vuelva pendenciero y peligroso después de beber alcohol y de que sea un delito darle o venderle licor a ese hombre, no se sigue que sea un delito vender licores a los cientos y miles de otras personas que no se vuelven pendencieros y peligrosos al beberlos”.

Si es como plantean los prohibicionistas, que la legalización de las drogas aumentaría el vicio (el número de drogadictos) y con ello el crimen, entonces también deberían ser ilegales otros “vicios”, y por tanto la venta y consumo de alcohol pues muchos manejan borrachos y matan gente, o golpean a sus esposas y las matan.

Ilógico, dirán algunos que rechazan legalizar la marihuana pero disfrutan de unos buenos tragos de whisky o cerveza cada fin de semana y manejan igual. No es lo mismo dirán. Que son “vicios” distintos. ¿Pero cuál es la diferencia? ¿Quién o cómo se establece esa diferencia entre “vicios”? ¿Por qué en unos casos el Estado debe entrometerse y en otros no?

Quizás dirán que los efectos son distintos. Pero ¿Es distinto acaso matar a alguien drogado que borracho con alcohol? ¿Cuál es la diferencia de tal fatalidad?

Probablemente dirán que uno es más adictivo que el otro, y que uno es más destructivo que el otro. Pero ¿Acaso los grupos de AA son ficciones? ¿El alcohol no es un vicio potencialmente adictivo y destructivo también?

Que el Estado tenga la facultad de prevenir “el vicio” prohibiéndolo (y con ello la pretensión de suprimirlo), para garantizar nuestra seguridad o para evitar el delito, nos trae algunos problemas prácticos, pero sobre todo conlleva un fuerte atentado a nuestra libertad individual.

Porque ¿Aquellos que practican deportes extremos, o cualquier otro acto que implique riesgo, no rayan en la línea de la autodestrucción, exponiendo la vida por un poco de adrenalina o placer, su vicio? ¿Les prohibimos entonces practicar su vicio para protegerles? ¿Puede hacer eso un gobierno? ¿Difícil responder?


* Nota aparte: El fracaso de la prohibición es la base del argumento de algunos a favor de la liberalización. No obstante, al ser meramente utilitario surge la duda ¿Si no hubieran mafias y crimen, apoyarían la legalización?

Links interesantes para profundizar sobre el tema:


http://www.guardian.co.uk/commentisfree/2009/sep/13/legalise-drugs-john-gray