lunes, 23 de noviembre de 2009

CUIDADO CON LAS FALSAS PROMESAS

Antigua es la anécdota del político que promete un puente para el pueblo, y luego que un campesino le dice que no hay río, el político “honorable” le dice: le hacemos el río también…El ejemplo nos dice mucho sobre los políticos en períodos de campaña, sobre todo de sus falsas promesas.

Una constante histórica de la relación entre gobernantes y ciudadanos (sobre todo desde el surgimiento de la democracia representativa) han sido las promesas.

Cuando la política era local, se establecían relaciones de retroalimentación entre representantes y representados, que se construía en torno al diálogo político entre los ciudadanos. Era la lógica del republicanismo y del federalismo. Con el voto se cedía a uno, el derecho a hablar por el resto.

La creciente centralización del poder político rápidamente se impuso sobre la participación local ciudadana, haciendo cada vez más difícil representar y coordinar los intereses de cientos de miles de millones.

Se generó una nueva forma de relación democrática (lineal y unilateral) que eliminó la vieja retroalimentación del ágora, convirtiendo al ciudadano en un mero receptor de ofertas políticas, que los políticos creen que basta con dar ciertos estímulos para lograr atraerlos.

Así, los candidatos prometen diversas y extrañas cosas, desde felicidad, candados, seguridad, oportunidades, más igualdad, menos corrupción, un gobierno de los mejores, hasta empleos.

Si tomamos en cuenta el nivel de agregación (pues se presume que uno o dos representan los intereses de millones) la mayoría de estas promesas son falsas en varios sentidos. No sólo porque dependen de diversos apoyos y cambios institucionales para ser cumplidas, sino que algunas son tan abstractas que se hace imposible su medición, aplicación y real cumplimiento.

Son falsas porque el nivel de agregación aumenta el problema en cuanto a qué demandas son prioritarias, no sólo porque los intereses individuales chocan entre sí, sino también porque se hace más difícil decidir quién –entre millones- tiene prioridad en cuanto a la representación.

Es decir, el presidente, diputado o senador, no sólo siempre anteponen su intereses personales al de sus electores, sino que además, al tener tantos representados, son incapaces de saber a cuál darle prioridad. Peor aún si éstos no viven ni conocen la localidad que representan y sólo la han recorrido en algún puerta a puerta.

Muchos candidatos a diputados prometen mayor seguridad ¿Cómo lo harán para cumplir con esto a nivel local? ¿Acaso harán proyectos de ley donde se aumente y destine la dotación policial para ese sector, en desmedro de otros?

¿Y por qué un sector merece más dotación que otra? ¿Cómo resuelven eso con otros que prometen lo mismo?

Otros candidatos exacerban aún más sus ofertas, llegando a limites insospechados, y prometen mayor felicidad a los electores. Pero ¿Cómo miden eso? ¿Cómo determinan qué hace felices a millones de personas en un distrito? Más aún, ¿Cómo van a cumplir eso para cada uno, cuando hablamos de millones de seres humanos con motivaciones y problemas distintos?

El nivel de agregación también se aplica en cuanto a los sectores políticos. Es decir ¿Puede un candidato garantizar que nadie de su coalición o alguien ligado a éste, será corrupto en un período de cuatro años o más? ¿Puede garantizar que no habrá nepotismo en cada institución? Difícil, más aún si depende de las personas.

Por eso ¿Un gobierno de los mejores o con nuevos rostros o sin cuoteos? U olvidan que no existen personas y sectores intachables, ni más elevados moralmente, ni absolutamente incorruptibles, o simplemente engañan a los electores como siempre.

lunes, 9 de noviembre de 2009

LOS MUROS QUE AÚN DEBEMOS DERRIBAR, LOS DOGMAS

El muro de Berlín –en un modo hegeliano- marcó la materialización de la pugna entre dos credos. El recuerdo de su caída veinte años atrás sin embargo, nos indica que aún quedan muchos dogmas por derribar en el mundo actual.

La historia de la humanidad ha estado marcada por dogmas, entendidos como la asunción de una idea como verdad única, total e irrefutable, que se traduce en la noción de estar ubicado en una posición superior a la de otros individuos.

Dios, la nación, el pueblo, el Estado, la patria, la raza, el credo, la clase, la fe, son diversos dogmas que en forma aislada o mezclada, han marcado la vida de millones de seres humanos durante siglos. En su nombre se han hecho guerras, matanzas, conquistas, revoluciones e inquisiciones, donde muchos fueron sacrificados o se han sacrificado.

En el siglo XX, los dogmas también primaron de forma notoria en la historia del mundo. Un dogma -el nazismo- fue una de las causales de la Segunda Guerra Mundial. Luego, como si no se hubiera aprendido la lección, el mundo se “ordenó” en torno a otros dos dogmas que se disputaron en todas las formas el dominio mundial, y que prácticamente dividió por casi 30 años al mundo, con un muro de 155 kilómetros de largo en la ciudad de Berlín.

El muro -en un modo hegeliano- marcó la materialización de la pugna entre dos ideologías. Marcó la plasmación del dogma. Por lo mismo, para muchos, su caída en 1989 parecía marcar el fin del pensamiento dogmático. Así lo supuso Francis Fukuyama al hablar del fin de la Historia (asumiendo él su propio credo).

Sin embargo, el recuerdo de la caída del Muro veinte años atrás, nos indica que aún quedan muchos muros por derribar en el mundo actual. Es decir, el fundamentalismo intelectual continúa dominando el pensamiento de las personas, sobre todo cuando se trata de hablar de moral, de la historia, o de la verdad (si podemos hablar de ello).

Diariamente nos encontramos -tanto en los medios de comunicación como en cualquier lugar- con personas que apelan a alguno de estos dogmas, pues han asimilado una verdad única, ya sea desde el punto de vista moral, religioso, político, económico, histórico, étnico, biológico, natural o divino.

A través de sus dogmas dividen a las personas en términos absolutos entre buenos y malos, morales e inmorales, justos e injustos, creyentes y no creyentes, perfectos e imperfectos, civilizados e incivilizados, etc. Y sabemos que ese es el paso previo para sustentar cualquier forma de totalitarismo como el que dio origen a la Segunda Guerra y al Muro de Berlín.

Lo peor es que el dogmático, así como un adicto niega su adicción, niega su propio dogma, pues lo considera una verdad dada suprema, una naturalidad, una muestra del sentido común. Aceptar sus creencias como dogma sería dudar de éstas y por ende de su naturalidad y su condición irrefutable.

La caída del muro hace veinte años, con miles de personas rompiendo el concreto, sin distinción alguna, nos mostró que el dogma sea cual sea su vertiente, siempre conlleva el riesgo totalitario, pero también que antes que cualquier creencia somos seres humanos…

martes, 3 de noviembre de 2009

DEMOCRACIA HEREDITARIA

Antiguamente, el derecho divino –como ficción- establecía que los monarcas y su descendencia habían sido ungidos por dios para gobernar al resto, y por lo tanto el poder era un monopolio hereditario. La democracia moderna prometía y buscaba romper con esa forma de dominación ilegítima, que sin embargo sigue existiendo de forma notoria actualmente.

El origen de la mayoría de las monarquías no fue un mandato divino sino un acto de agresión: el uso de la fuerza, la guerra o la conquista, como plantea Mosca. Es decir, el dominio monopólico del rey no era algo de origen divino ni natural sino algo artificial y por tanto su descendencia -las elites resultantes- muchas veces no tenían necesariamente las mismas cualidades para gobernar pero lo hacían.

Históricamente las diversas elites han creado ficciones para acaparar y perpetuar su poder, como la sangre azul, las cualidades místicas o superiores del líder y su descendencia, la iluminación divina, el asesinato de opositores, etc.

En base a esas invenciones, su descendencia mantenía su dominio monopólico, que generaciones después se asimilaba como algo natural e incuestionable, al ser sustentado en una ficción como el derecho divino. Lo anterior, aún cuando el nuevo rey fuera un incompetente o un déspota absolutista, y aún cuando su dominio estuvo originado en el burdo uso de la fuerza.

Así, bajo el derecho divino, rebelarse contra el rey era rebelarse contra dios (la reforma protestante, el contractualismo y sobre todo las ideas de Locke contribuyeron a derribar el mito del derecho divino).

La Democracia Moderna buscaba y prometía evitar el carácter monopólico y hereditario del poder mediante la separación de potestades y el ejercicio del sufragio universal. No obstante, las tendencias elitistas continuaron al interior de las nacientes organizaciones políticas (la ley de hierro de la oligarquía de Michels), tanto en los partidos de notables (conservadores) como en los de masas (comunistas, socialistas, socialdemócratas, liberales).

Esas tendencias elitistas derivaron rápidamente en prácticas de corte hereditario en la elección de representantes políticos que permitió que ciertas familias monopolizaran la actividad política, convirtiéndose en dinastías electorales, que defendía sus propios intereses particulares y no los de sus representados que los elegían.

Hoy basta ver que quienes hoy ejercen algún tipo de cargo político o de dirigencia, en su mayoría son hijos, incluso nietos, de otros dirigentes políticos o funcionarios de alto rango del Estado (Tres presidenciables, Piñera, Frei, Meo). También hay primos, suegros, hermanos, sobrinos, nietos, en distintos partidos políticos opositores, pero que son de una misma familia. (Viera Gallo-Chadwick-Walker-Larraín).

Y es que la clase política, como parte de una elite mayor compuesta de elites empresariales, eclesiásticas, académicas y culturales, sigue monopolizando el poder y ejerciéndolo como si fuera una cuestión hereditaria.

Ejemplos de este monopolio hay muchos, tanto a nivel central como local, no sólo los más notorios como el de Ricardo Lagos Weber como vocero del gobierno de su padre sino también otros a nivel local.

Todos reflejan una especie de política feudal donde la democracia ha perdido sus propios principios, pues no sólo se ha vuelto partidocrática y elitista sino que peor aún, hereditaria en cuanto al ejercicio del poder. La clase política representa sus propios intereses, no los de los ciudadanos.

Si alguien cree que esto es paranoia, analicemos el listado de candidatos a diputados o senadores, y veremos varios parentescos que los medios de comunicación evitan recalcar pero que demuestran que al igual que en las viejas monarquías, las elites monopolizan el poder político y lo hacen hereditario.

Cuatro ejemplos claros para las próximas elecciones:

Daniel Melo, hijo del alcalde de la comuna del Bosque Sady Melo, es candidato a diputado por el distrito 27 donde se ubica la comuna que dirige su padre.
Marcela Sabat, hija del alcalde de Ñuñoa Pedro Sabat, es candidata a diputada por el distrito 21 donde se ubica la comuna que dirige su padre.
Juan Antonio Coloma, candidato a diputado por el distrito 11, hijo del presidente de la UDI, Juan Antonio Coloma.
Eugenio Ortega Frei, candidato a Diputado Distrito 17, hijo de la ex senadora Carmen Frei.

Es claro que estas candidaturas han sido impuestas desde las elites dirigentes, de forma arbitraria, no democrática y menos aún representativa, y eso ha generado en varias ocasiones pugnas con las bases partidarias, como ocurrió con el hijo de Juan Antonio Coloma o como ocurrió con Luis Plaza en Cerro Navia.

El diagnóstico es claro. El problema es que los ciudadanos –aún cuando luego se quejan- siguen legitimando el carácter hereditario del poder político y el monopolio de las elites sobre éste, votando por los hijos de otros líderes, como si el apellido fuera garantía de buen gobierno, de representación, de vocación pública o de eficiencia administrativa.

En otras palabras, los propios ciudadanos votando por elites que sólo representan sus propios intereses, están convirtiendo la democracia en una monarquía electoral.