miércoles, 21 de marzo de 2012

EL FIN DEL ESTADO CHILENO


Estamos viviendo justo en esa raya que divide una época con otra en las líneas de tiempo, que se usan para enseñar historia en los colegios. En estos tiempos, esa idea de vivir un “transcurso histórico”, de estar en el ojo del huracán de los acontecimientos humanos, tiene más sentido que en otras épocas en que algunos, intentaban forzar la porfiada historia según su voluntad personal.

Como ha ocurrido en todas las épocas de ruptura y transformación de las sociedades, lo que parecía algo perenne se vuelve una cuestión impredecible. Nada es eterno en ese sentido. Tampoco los Estados y sus estructuras.

En el caso chileno, el Estado tal y como lo hemos percibido, y como nos lo han enseñado desde pequeños en las escuelas, centralizado y unificador, hoy vive una fase de ruptura en cuanto a la noción de unidad y soberanía. Los ciudadanos, las personas, exigen mayor autonomía no sólo en sus decisiones personales, sino también en cuanto a lo que compete a sus entornos más directos, sus hábitats. Y eso implica una rotura en la tradicionalmente asumida noción del Estado unitario centralizado, como principal y soberano agente rector y unificador de la sociedad “chilena”.  

Aysén y Calama son en parte un reflejo de esa –hasta hace poco- imperceptible ruptura, entre una sociedad civil en pleno proceso de desarrollo y expansión, y un Estado que parece haberse quedado en el siglo XIX en muchos aspectos -incluida sus castas políticas-.

Como todo proceso complejo, lo anterior no implica posiciones absolutas en cuanto al Estado mismo, sino más bien visiones contradictorias ante un proceso imposible de manejar. Y eso se puede apreciar muy bien en el carácter de las demandas mismas de la sociedad civil desde las regiones, tan plurales y variadas, que fluyen desde tener mayor autonomía regional hasta las que plantean más presencia del Estado. De hecho, una ironía recurrente es que muchos de los que piden más Estado, al mismo tiempo rechazan la acción prepotente del mismo. Una paradoja.

Es más, para muchos -incluso para personas que apoyan las demandas de las regiones- parecería un absurdo plantear que el Estado central está en una fase de crisis como eje unificador de “la nación”, en relación a la ciudadanía, que es la que le concede legitimidad finalmente.

Pero no hay que olvidar que ningún orden político es eterno. No lo fue el orden feudal, ni el absolutismo, no lo fue el comunismo, tampoco lo es el Estado central y unitario. 

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