viernes, 23 de octubre de 2009

DIOS Y EL ESTADO

El debate generado en torno al proyecto para regular las uniones de hecho, presentado por los senadores Allamand y Chadwick, lleva detrás un alto tinte conservador, no sólo desde quienes buscan promover un modo de vida desde la fe, sino también desde aquellos que lo hacen desde el laicismo, sólo que unos defienden a Dios y otros al Estado, pero ambos son más bien autoritarios y no reconocen la autonomía más profunda del individuo.

El sentido común nos indica que las relaciones interpersonales y sobre todo las afectivas, son aspectos que conciernen al espacio más íntimo de los individuos, pues se construyen y constituyen bajo ese dominio, y que por tanto nadie tiene la facultad ni la capacidad de entrometerse en este espacio personal -ni el Estado, ni la religión-.

En este sentido, así como las personas, las relaciones afectivas por ser entre personas, son variadas, únicas e irrepetibles. Sin embargo, aún así teniendo presente esto, es frecuente –y lo ha sido históricamente- que las personas traten de categorizar estructurar y guiar las relaciones humanas mediante diversos criterios, prejuicios y convicciones de diversa índole, ya sea religiosa, moral, racial, socioeconómica, cultural, educacional, nacionalista, e incluso genética.

De esa pretensión deriva otra habitualidad, que consiste en que “otros” se entrometan en esa decisión profundamente personal que implica elegir y establecer una relación afectiva, para que se establezca dentro de lo que se considera normal, aceptable, natural, virtuoso, evolutivo, tradicional o ideal.

Esa intromisión se produce de diferentes modos, ya sea en el rol de padres (cuya validez es mayor que cualquier otra, si es a modo de consejo y no prohibición o imposición); mediante autoridades de diversa índole, ya sea religiosa, escolar, clínica, profesional; o simplemente en la forma de gente indiscreta como vecinas conventilleras, amigos entrometidos.

En todas esas intrusiones se rompe con el espacio de autonomía del individuo, para “recomendarle” o muchas veces “indicarle” (e incluso prohibirle), qué relación y qué persona es o no correcta para sí, su felicidad, su futuro y su vida. En definitiva se rompe con su albedrío para pretender regular lo más íntimo de una persona, que son sus afectos.

Ese afán a nivel más amplio tiene un sustrato más oculto, relativo al poder, el dominio y la autoridad, y por el cual durante la historia muchos han apelado a ficciones diversas, como el pecado, la culpa moral, la pureza racial, la mantención de tradiciones, el temor al futuro (el fin de la humanidad) o la pirotecnia legal, para ejercer de forma extensa mayor presión sobre los afectos de los sujetos.

En definitiva, lo que se busca por medios de dichas ficciones es establecer el reconocimiento de la autoridad a nivel más profundo, el de la conciencia. Quien logra establecer el gobierno de las conductas y los afectos ha logrado el dominio total de los sujetos. Esa ha sido la pretensión histórica de algunas religiones y también de la mayoría de las ideologías.

Por lo mismo, esas ficciones no operan sólo en cuanto a un espacio externo de la intimidad del sujeto (su relación con otro), sino en cuanto a su propia conciencia. Es decir, si la recomendación y la ficción a nivel externo y en cuanto a su propio bien no surgen efecto, entonces se busca hacerlos sentir culpables de su decisión por hacer mal al resto de la sociedad.

En todos los casos, estas ficciones responden a intereses particulares diversos (dogmas, sistemas de creencia, ideologías, concepciones raciales, intereses económicos o políticos, tradiciones) que buscan enmarcan o hacer calzar determinadas concepciones particulares al comportamiento de los sujetos, y en ningún priorizan un bien colectivo –presente o futuro- menos aún un bien del individuo en cuestión.

Así por ejemplo, la ficción religiosa de que el matrimonio era válido sólo entre creyentes de una misma religión, servía en un primer momento para asegurar el número de fieles y de súbditos al monarca, pero también para aumentar las arcas de los líderes clericales y para proyectar su influencia futura en los hijos de los recién casados parroquianos.

Así mismo, el surgimiento del matrimonio civil a manos del Estado, nacido luego de los procesos de reforma y posterior secularización, fue una forma de quitarle poder a las Iglesias en cuanto a sus espacios de injerencia en la vida de los ciudadanos, pero también una nueva forma de disciplinar a esos ciudadanos, al establecer la idea de nacionalidad mediante ciertos requisitos para que la unión fuera del todo válida. El castigo se aplicaba en la prole, que no sólo corría el riesgo de ser ilegítima, sino también apátrida o sin territorio.

Los mismos tópicos giran en torno al debate generado en torno al proyecto presentado por los senadores Allamand y Chadwick para regular las uniones de hecho.

En dicha propuesta, donde no se distingue el tipo de convivencia, se contraponen ambas ficciones. Por eso conlleva un alto tinte conservador, no sólo desde quienes buscan promover un modo de vida para todos desde la fe, sino también desde aquellos que buscan regular esas formas desde el laicismo de la legalidad, sólo que unos defienden a Dios y otros al Estado, pero ambos son más bien autoritarios.

Desde ambos frentes –sea el religioso o el legal racional- se pretende regular y delimitar lo válido (o lo inválido) en cuanto a relaciones interpersonales. Desde ambos casos, se desconoce la humanidad del sujeto -sus afectos- más allá de cualquier autoridad, al prescribirles cierta conducta, modelo o régimen legal.

Desde ambos frentes, pero de modos distintos y sutiles, se busca establecer una autoridad, a partir del establecimiento o rechazo de un modus vivendi.

Como decía Bakunin, “No soy humano y libre yo mismo más que en tanto que reconozco la libertad y la humanidad de todos los hombres que me rodean. Un antropófago que come a su prisionero, tratándolo de bestia salvaje, no es un hombre, sino un animal. Ignorando la humanidad de sus esclavos ignora su propia humanidad”.

10 comentarios:

Patoace dijo...

Luego ¿apoya Ud. la derogación de la legislación sobre matrimonio civil?

Jorge A. Gómez Arismendi dijo...

No apoyo nada en realidad en ese sentido, pues a lo que apunto es que en la discusión en torno al tema, ya sea desde la fe o la ley, hay una pretensión de validar o no validar, de reconocer o no, y definir o categorizar, algo que sólo compete a las personas involucradas.

Saludos

Patoace dijo...

Por eso digo que la conclusión lógica de tal posición es derogar la regulación civil del matrimonio: si el matrimonio (o en general, las opciones de vida) sólo competen a las personas involucradas, resulta imperativo que el Estado se retire de ese ámbito.

Es una posición que, como católico, podría apoyar, no porque se ajuste al ideario cristiano del matrimonio, sino porque es coherente con el marco liberal que impera en nuestra comunidad, y al menos la Iglesia podría predicar su idea de matrimonio.

Lo que tenemos hoy es el peor de dos mundos, donde se nos dice que nadie impone su idea de matrimonio, mientras se regula exactamente qué es y qué efectos produce.

Jorge A. Gómez Arismendi dijo...

Claro que nadie debe regular o más bien -y mejor dicho- dirimir si algo es válido o no.

NI el Estado, ni la Iglesia, ni nadie debe regular, menos establecer qué es legítimo y qué no.

Por otro lado, la Iglesia puede predicar su ideal a sus feligreses, pero no a la sociedad.

No tiene derecho a decirme a mí si algo es válido o no, y sus seguidores tampoco.

Así como yo no cuestiono sus rituales o modelos, ellos no deben cuestionar los mios, o los de otros.

En todo caso, no olvides que la Iglesia tenía el monopolio antes que el Estado en cuanto a estos temas.

Saludos

Patoace dijo...

Yo pienso que la Iglesia tiene todo el derecho a decir que es válido y que no, y a predicar a quien quiera. Eso se llama "libertad de expresión". También pienso que tú tienes la libertad de cuestionar sus rituales, bajo el mismo principio.

El Estado reguló las relaciones matrimoniales mucho antes que la Iglesia existiera siquiera, así que no veo cómo pudo haber tenido el monopolio que dices.

Te invito a ver esta entrada http://patoace.wordpress.com/2005/04/23/separacion-de-iglesia-y-estado-2/

Jorge A. Gómez Arismendi dijo...

Claramente la Iglesia -y cualquier iglesia o credo- tiene todo el derecho a decir qué es válido para sí. Pero eso no es lo mismo que tratar de imponer esos criterios por sobre otros a través de la legalidad.

En cuanto a predicar a cualquiera, claro que pueden hacerlo, el tema es que la predica no puede ser obligatoria, como antes lo era la clase de religión, que luego se hizo optativa.

Depende a qué te refieres con Estado y qué defines por relación matrimonial.

No creo que el Estado haya validado el matrimonio entre José y María por ejemplo. Estaría el acta de éste.

La Iglesia existe antes que el Estado Moderno, ahí radica la pugna entre el poder papal y el poder de los reyes cuando se inicia la reforma.

Saludos

Patoace dijo...

"Pero eso no es lo mismo que tratar de imponer esos criterios por sobre otros a través de la legalidad."

Si la Iglesia es un actor más en la vida política, tiene derecho a influir en el proceso político de igual forma que cualquier otro actor ¿no?

Yo creo que puede tratar de influir sobre las leyes, siempre que no use medios que no estén disponible a otros grupos de presión.

Estado: organización política de la comunidad. Parece que cuando tú dices "Estado" sólo te refieres a su versión occidental moderna.
Matrimonio: unión estable de un hombre y una mujer, reconocido por la comunidad y ordenado a la educación de la prole.

Desde luego que el matrimonio de José y María hubo de ser validado por el Estado, pues de otro modo no habría sido matrimonio.

Jorge A. Gómez Arismendi dijo...

Claramente, sólo me refiero al Estado Moderno, descarto cualquier noción organicista como la que planteas.

Estás diciendo que José y María se casaron ante el Estado romano. Raro eso.

Lo cierto es que no se casaron ante un funcionario romano que representaba al Estado en ese tiempo, sino que probablemente fue una unión de hecho. Vaya, o sea, ilegal.

En cuanto a tu artículo:

No estoy de acuerdo contigo en cuanto a lo que planteas en cuanto a la separación entre Iglesia y Estado.

Creo que haces una lectura errada colocando a los clérigos o religiosos como sometidos al poder estatal. Y te saltas todo el proceso del absolutismo y de la reforma protestante que reflejan todo lo contrario a lo que dices. Es decir, que la Iglesia siempre ha estado al servicio del poder, no que ha sido sometida por éste.

Tal como plantea Mosca y también Weber, las elites buscaron formas de dominación que ya no dependían sólo de la capacidad guerrera sino que de una ficción metafísica, es decir, conformaban una aristocracia sacerdotal, que monopolizaba el conocimiento y les permitía sustentar el poder.

Los sacerdotes entonces recibían divisas del poder, obtenían beneficios, etc. Eran parte de las elites dominantes. ASÍ, en Francia, la Iglesia era dueña de gran cantidad de tierras, por ejemplo.

Es decir, la Iglesia es y ha sido parte del Estado no por sumisión sino por conveniencia. Y durante la Edad Media tuvo la pretensión de constituirse en el Estado, a modo de gobierno de Dios.

Por eso, y contrario a lo que dices, durante la reforma protestante, el poder papal se contrapone al absoluto de los reyes, no porque éstos quisieran dominarlo, sino que porque el papa tenía la pretensión de gobernar los estados europeos de forma absoluta por sobre los reyes (He ahí porque algunos establecen iglesias oficiales).

Es por esa razón que la Iglesia ataca el absolutismo, simplemente porque anteponer la autoridad del rey a la del papa, sería reconocer que el primero sería el verdadero representante de dios. Lo que defiende la Iglesia es el absolutismo del papa.

Es más, es Lutero el que plantea que existe un reino de dios y otro del mundo, con lo cual se establece una dicotomía entre el orden espiritual y el orden temporal, que a partir de ese momento toma el nombre de relación Iglesia – Estado.

En otras palabras, la Iglesia ha tenido la pretensión de dominar el Estado no por un afán esencialmente libertario sino más bien de dominación totalitaria.

Saludos

Patoace dijo...

Una visión más comprensiva, no centrada sólo en occidente, permite cierta perspectiva que es más adecuda para interpretar con justicia los hechos.

En cuanto al matrimonio de María y José, es bastante anacrónico exigir un acta, pues en ese lugar y tiempo, lo matrimonios se celebraban por acuerdo entre las familias, sin la intervención de un oficial estatal (que en todo caso habría sido un miembor de la Sinagoga y no del Estado romano).

Jorge A. Gómez Arismendi dijo...

Si analizas la historia de otras iglesias, verás que el fenómeno es similar. Weber hace un buen análisis de eso.

En cuanto al matrimonio de José y María, tú mismo te contradices pues antes dijiste: "Desde luego que el matrimonio de José y María hubo de ser validado por el Estado, pues de otro modo no habría sido matrimonio".