La presencia de candidatos independientes para las próximas elecciones
municipales, ha suscitado una cierta reacción conservadora, elitista y muchas
veces antidemocrática, e incluso anti política.
Que los
partidos políticos viven una crisis de representatividad no es algo nuevo. Otra
cosa es que los actores tradicionales del campo político –políticos
profesionales- parezcan no darse cuenta, o no quieran asumir tal realidad.
El riesgo es
que esa crisis lamentablemente puede derivar en
un discurso degradado en torno a la actividad política, lo que
finalmente puede dar paso a discursos antidemocráticos y autoritarios.
Cuando las
instituciones que deben canalizar las demandas se tornan dudosas, los ciudadanos
buscan las fuentes de representación y democracia entre los propios ciudadanos
comunes, incluso como representantes. En ese sentido, los independientes pueden
ser una fuente de renovación de la Política como espacio contingente del debate
público, y de la Democracia como régimen éticamente válido para dicho diálogo. Pueden ser un baluarte al concepto de
ciudadano desde la propia ciudadanía y la sociedad civil.
Por eso, la
reacción contra los independientes (acusándolos de: ir contra los partidos, no pertenecer
al campo político; de no tener base partidaria, ni experiencia, ni ideario
político claro, ni ideología; de ser meros técnicos; de no tener bases de
apoyo; de ser incluso anti políticos, al ser potenciales líderes populistas; de
banalizar y “farandulizar” la política, o de convertirla en un espectáculo) es
una reacción más bien conservadora, elitista, antidemocrática e incluso anti
política.
Detrás de las
críticas a los independientes (que son ciudadanos que deciden cruzar el umbral
del mero elector cada tanto, para disputar cargos de representación política) se
esconden atisbos de un viejo elitismo político-partidario, ligado a cierto despotismo
ilustrado, y conceptos más bien reduccionistas de la Política y de la
Democracia.
El elitismo
político-partidario hace presumir a algunos –según sus concepciones
ideológicas- que ciertos partidos y sujetos, son los únicos depositarios
absolutos de lo político, lo democrático, y de la Política en sí. Esto se liga
con el despotismo ilustrado, que se traduce
en la idea de que el ciudadano común no está apto para acceder a las cuestiones
políticas más allá de votar, pues no se interesa en los asuntos públicos, no
tiene experiencia política, carece de ciertas virtudes, carece de
conocimientos, “no tiene la suficiente calle”, o no cuenta con las redes y
contactos suficientes para ejercer la representación.
La
desconfianza hacia los independientes esconde esa desconfianza endémica y
solapada con respecto a los ciudadanos comunes, que las élites políticas
siempre han tenido en base a su despotismo ilustrado y sus conceptos elitistas
con respecto a la Política y la Democracia.
Los
independientes no implican el fin de la Política, sino su reordenamiento, su
apertura, su revitalización. La presencia de ciudadanos independientes en el debate
político y democrático no puede significar más que una renovación y
recuperación del espacio público.
Por eso, la
reacción contra los independientes es una reacción conservadora, en tanto se
liga con la idea de reducir la Política y la Democracia al ámbito de los
partidos políticos, y el papel de los ciudadanos comunes a meros
seleccionadores de sus ofertas políticas, pero jamás a disputar poder.
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