jueves, 29 de marzo de 2012

¿La desigualdad es contraria a la igualdad?


El brutal crimen de Daniel Zamudio, y si la no existencia de una Ley Antidiscriminación puede ser considerada un elemento causal del mismo, ha comenzado avivar un viejo y más profundo debate en torno a la desigualdad y la igualdad. En diversos sitios, se pueden leer opiniones divergentes con respecto a esto, e incluso -irónicamente- intolerantes en torno a expresiones distintas.

Un aspecto relevante es que el debate en torno a la igualdad, sigue desarrollándose y considerándose saldado en base a ciertas etiquetas y no en base a argumentos necesariamente. Así, se presume en términos absolutos, que la igualdad es un valor en sí, que debe ser llevado al máximo, o que la Desigualdad es un desvalor que debe ser suprimido. Al revés ocurre lo mismo, algunos ven la igualdad como un desvalor y la desigualdad como un valor. Todo adornado con etiquetas varias -fascista, comunacho, derechista, izquierdista- según el interlocutor y la idea que enarbole.

Lo interesante es que en el caso de Daniel Zamudio, no se respeto ni la igualdad a la que él tenía derecho, ni la desigualdad a la que también tenía derecho como un ser único.

No se respetó el derecho a la igualdad en su sentido más básico, en cuanto a que su vida debe ser respetada como lo merece la existencia de todo ser humano, en tanto dueño de su cuerpo y su vida. Si alguien no respeta ese aspecto básico de otro, no puede luego hablar de extender otros derechos, menos de igualdad.

Tampoco se respetó su derecho a la desigualdad. Es decir, de ser, pensar, sentir y actuar distinto a otros, y de ser respetado de manera igual como un ser humano único desde esa diferencia. No se respetó su derecho a ser distinto y por tanto respetado de manera igual que el resto.

Una cuestión triste e irónica, es que quienes golpearon brutalmente a Daniel, no sólo no lo vieron como un igual en tanto ser humano, sino que simultáneamente, llevan a cabo su acto valoran el igualitarismo, porque entre otras cosas, tienen como dogma central, establecer una sociedad donde presumen que todos deben ser, pensar, sentir, creer y actuar igual. Es decir, tienen un dogma que no acepta ninguna clase de desigualdad, ninguna diferencia.

Lo interesante es que al pensar qué harían estos tipos si tuvieran poder, lo más probable es que impondrían por ley –por coacción- su pretendida igualdad racial, persiguiendo a todo aquel que fuera desigual o que cuestionara su dogma de igualdad o las formas en que lo imponen. En otras palabras, estarían quebrando el principio de igualdad ante la ley, pasando a imponer su igualdad particular, a través de la ley.

Lo anterior implicaría una cosa clara, llevarían a extremos intolerantes y claramente totalitarios, la instauración de su paraíso igualitario. La igualdad perdería valor en sí, para volverse un instrumento del despotismo de unos cuantos.

Por eso, al hablar y discutir sobre igualdad y desigualdad, hay que tener presente que todos somos iguales en tanto seres humanos,  por tanto, tenemos derecho a pensar distinto y actuar distinto, incluso con respecto a ese tema. En ese sentido, tenemos derecho a ser desiguales.

lunes, 26 de marzo de 2012

IDEAS, AGRESIÓN Y RESPONSABILIDAD


El caso de Daniel Zamudio no es sólo un caso criminal, sino que pone en el tapete una vez más, el problema recurrente que implican aquellos credos o dogmas, que consideran válida la agresión contra otros, a nombre de ciertos fines.

¿Se justifica agredir a alguien, en nombre de ideas o fines que se presumen superiores? Claramente no. Éticamente, no se justifica bajo ningún punto de vista. El problema es que aún hay gente con ciertas ideas, que consideran válido el uso de la fuerza para imponer sus credos particulares.

La mayoría de esos dogmas se caracterizan por una visión totalitaria, totalizante y colectiva del mundo, donde el ser humano (como individuo y persona) que difiere o es distinto al sujeto ideal, planteado por dicho dogma, es visto como un lastre, un problema, una forma de corrupción.

Como es de esperar en estos modos de pensar, los principios de tolerancia y pluralismo son inadmisibles, pues debido a sus conceptos totalitarios, no permiten ni aceptan la más mínima desviación en cuanto a su ideal colectivo, en todo sentido. Cualquier divergencia con respecto al ideal planteado, en cuanto al ser humano y la sociedad, es considerada una desorientación, un extravío, un descarrío, una traición, un revisionismo, una perversión, una impureza.

Cualquiera sea el caso, la diferencia o la divergencia, es vista como un atentado a “los ideales superiores de una minoría poderosa, de la mayoría organizada, de la sociedad, del pueblo, de la nación, la patria, de los cristianos, los musulmanes, los gays, los heterosexuales, los blancos, los negros, los ricos, los pobres, los cultos, los ignorantes”.

En todos estos modos de pensar totalitario -donde los ideales se presumen como irrefutables, superiores e incorruptos, y por tanto independientes a cualquier impureza humana contingente- surge la idea de “corregir”. Y eso no es más que el propósito de encauzar (o forzar) hacia esos fines colectivos superiores, la “inconsciencia” del individuo que se considera transgresor, desviado, corrompido, distinto. Todo con el propósito de “purificar” de esas desviaciones, a la utopía pretendida por el dogma.

¿Cómo se encauza la consciencia, según los credos totalitarios?

Para los dogmas totalitarios hay un solo modo, que no es otro que el uso de la agresión contra las personas. El fin -que presumen superior a cualquier otro- justifica el medio, la violencia, la coacción. Sólo así visualizan posible esa “limpieza” o esa “pureza”.

Esa fue la lógica totalitaria que dio paso a la “Solución final” en la Alemania nazi, la Gran Purga en la URSS, el Muro de Berlín que dividió Alemania, a la Inquisición, al macarthismo en Estados Unidos, la Revolución Cultural en China, y un  largo etc.

Por eso, cada vez que usted justifica la coacción o la violencia en nombre de sus propios ideales, está siendo cómplice indirecto de una golpiza como la que recibió Daniel. Como se preguntaba Hannah Arendt, “¿Quien dice que yo, que condeno una injusticia, afirmo ser incapaz de realizarla?”

miércoles, 21 de marzo de 2012

EL FIN DEL ESTADO CHILENO


Estamos viviendo justo en esa raya que divide una época con otra en las líneas de tiempo, que se usan para enseñar historia en los colegios. En estos tiempos, esa idea de vivir un “transcurso histórico”, de estar en el ojo del huracán de los acontecimientos humanos, tiene más sentido que en otras épocas en que algunos, intentaban forzar la porfiada historia según su voluntad personal.

Como ha ocurrido en todas las épocas de ruptura y transformación de las sociedades, lo que parecía algo perenne se vuelve una cuestión impredecible. Nada es eterno en ese sentido. Tampoco los Estados y sus estructuras.

En el caso chileno, el Estado tal y como lo hemos percibido, y como nos lo han enseñado desde pequeños en las escuelas, centralizado y unificador, hoy vive una fase de ruptura en cuanto a la noción de unidad y soberanía. Los ciudadanos, las personas, exigen mayor autonomía no sólo en sus decisiones personales, sino también en cuanto a lo que compete a sus entornos más directos, sus hábitats. Y eso implica una rotura en la tradicionalmente asumida noción del Estado unitario centralizado, como principal y soberano agente rector y unificador de la sociedad “chilena”.  

Aysén y Calama son en parte un reflejo de esa –hasta hace poco- imperceptible ruptura, entre una sociedad civil en pleno proceso de desarrollo y expansión, y un Estado que parece haberse quedado en el siglo XIX en muchos aspectos -incluida sus castas políticas-.

Como todo proceso complejo, lo anterior no implica posiciones absolutas en cuanto al Estado mismo, sino más bien visiones contradictorias ante un proceso imposible de manejar. Y eso se puede apreciar muy bien en el carácter de las demandas mismas de la sociedad civil desde las regiones, tan plurales y variadas, que fluyen desde tener mayor autonomía regional hasta las que plantean más presencia del Estado. De hecho, una ironía recurrente es que muchos de los que piden más Estado, al mismo tiempo rechazan la acción prepotente del mismo. Una paradoja.

Es más, para muchos -incluso para personas que apoyan las demandas de las regiones- parecería un absurdo plantear que el Estado central está en una fase de crisis como eje unificador de “la nación”, en relación a la ciudadanía, que es la que le concede legitimidad finalmente.

Pero no hay que olvidar que ningún orden político es eterno. No lo fue el orden feudal, ni el absolutismo, no lo fue el comunismo, tampoco lo es el Estado central y unitario.