El año 2006 la
Revolución Pingüina tuvo en jaque por varios meses al gobierno de Michelle
Bachelet. Coincidentemente, en noviembre de ese año, la Presidenta enviaba un proyecto para fortalecer el orden
público, que fue el paso previo para le polémica ley Hinzpeter.
Contrario al
discurso general que se levanta en estos días, el despotismo blando hace rato
viene siendo promovido desde el poder político, en desmedro de la sociedad
civil, la soberanía ciudadana y la autonomía individual.
Fue el gobierno anterior el que sentó las bases para la ahora
llamada Ley Hinzpeter, aprobada días atrás en
la Cámara Baja, que
entre otras cosas propone establecer penas que van entre los 341 días y los 3
años de cárcel, para quienes realicen paros y tomas de establecimientos
privados, fiscales y municipales.
No olvidemos que el proyecto
propuesto por Michelle Bachelet -que era una reforma al Decreto Supremo 1086 (promulgado en
1983) que prohíbe la reunión en lugares públicos sin permiso previo- contemplaba
entre otras cosas, hacer
responsables de los desmanes a quienes convoquen por cualquier medio, a
reunirse o manifestarse.
Dicho proyecto –polémico en
su momento- que claramente buscaba evitar algo
similar a lo ocurrido durante la Revolución Pingüina,
fue votado por diputados como Isabel
Allende, Jorge Burgos y Fulvio Rossi.
No obstante, el discurso general –donde algunos se alzan como
paladines de las marchas- parece obviar la clara relación que existe entre
ambas iniciativas promovidas desde el poder político de manera transversal en
desmedro de la sociedad civil, que debilitan el espacio democrático y la capacidad
asociativa de los ciudadanos (dos elementos claves para prevenir el absolutismo
y el despotismo).
Sería bueno recordar lo que decía Alexis de Tocqueville: “No
tengo inconveniente en reconocer que la paz pública es un gran bien, mas no
quisiera olvidar, sin embargo, que es a través del orden por donde todos los
pueblos han llegado a la tiranía”.
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