Muchos pensadores, que en momentos álgidos de la historia, cuando las sociedades viven cambios y procesos de transformación, y entran en lógicas centrípetas y centrífugas, han advertido sobre los riesgos que se ciernen sobre las personas, los individuos, en relación a las disputas de poder. Generalmente han sido catalogados de promotores del miedo, reaccionarios, defensores del stato quo, o fantasiosos incluso. Muchos podrían nombrarse.
Cuando las sociedades sacuden sus lastres, la generalidad de las personas tiende a limitar sus apreciaciones, hasta que finalmente visualiza el mundo desde una dicotomía reducida, dual. Así, para muchos, sus lecturas de la realidad se reducen a los buenos y malos, los civilizados y bárbaros, los creyentes y herejes, los liberales y absolutistas, los revolucionarios y reaccionarios, los proletarios y burgueses, los marxistas y fascistas, los cristianos y musulmanes, y un largo etc.
Bajo esa reducción, creen haber descubierto –auto engañándose- los sentidos ocultos de una trama histórica, social, política, económica, y finalmente humana. Creen haber encontrado respuesta objetiva y final a prácticamente todos los asuntos humanos y con ello caen en la soberbia de tenerla en sus manos. Y entonces, todo matiz, todo análisis más allá de las dicotomías discursivamente imperantes y en disputa, son vistas como parte de alguna de éstas mismas.
En Chile esa reducción del entorno a una dualidad se manifiesta de manera progresiva y clara en la discusión en torno a la educación. A partir de ella se despliega en toda discusión sobre asuntos que nos conciernen, por tanto en toda discusión política, que implica establecer juicios morales y éticos -aunque algunos lo nieguen en pro de lo técnica (el discurso de la eficiencia) o la praxis política (el discurso de la acción)-.
El detalle es que mediante esa reducción a dos polos, se comienza a producir una tensión creciente entre los fines y los medios proclamados y aceptados por los actores en disputa. Y con ello, se produce una tensión entre los medios propuestos y la ética misma, su universalidad. Como respuesta a la contraparte, en base a nociones prácticas o utilitarias, se corre el riesgo de extremar los límites que la ética establece. Entonces, el fin justifica los medios y el individuo deja de ser un fin en sí mismo.
Esas tensiones, que en principio parecen ser discursivas, en algún momento se tornan prácticas, lo que implica un problema mayor en cuanto a la disputa del poder:
La Democracia como idea de régimen de gobierno éticamente reconocido por todos para propiciar la transferencia pacífica del poder, bajo la reducción del mundo a una dicotomía, no sólo pierde legitimidad en cuanto representación de múltiples pluralidades, sino que queda en medio de un fuego cruzado entre dos posiciones ante el cambio:
- Los que apelan a un radicalismo democrático claramente heredero de Rousseau y el jacobinismo, al filo de la dictadura de mayorías (oclocracia) en base a la idea ficticia de voluntad general, donde cualquier opinión contraria a la “voluntad general” (y con ello cualquier contrapeso al poder) es vista como una herejía que debe ser suprimida o censurada.
- Y los que apelan a una defensa acérrima del stato quo vigente, apelando a un discurso claramente vulgo liberal, mientras tienen claros flirteos con una noción autoritaria del Estado, donde la democracia es vista como un lastre necesario, a lo más como un instrumento eficaz de control a favor de ciertas élites, sus intereses y privilegios, es decir del nepotismo mercantilista y la plutocracia.
Lo interesante es que en esa disputa, el Estado sigue siendo visto como el instrumento eficaz para llevar a cabo una u otra cosa. Y entonces, la libertad individual se concibe como el sometimiento irrestricto del ser humano al Estado según el molde que éste le impone, en base a quienes lo controlan.
El poder del Estado se vuelve el hacha de Procusto, mediante la cual, quien detenta el poder pretende moldear al ser humano, según su moral personal, civil o confesional. El riesgo autoritario, e incluso totalitario, a manos de mercantilistas o demagogos, en cualquiera de las opciones es claro. Entonces, la Democracia como idea de pluralidad, diálogo y tolerancia, con contrapesos al poder político y con ello al económico, queda derrotada. Por quien sea.
Entonces, los demócratas y por qué no decirlo, los libertarios, en medio de ese fuego cruzado deben defender los principios esenciales de todo orden democrático, partiendo por las libertades y derechos individuales; la idea de contrapesos y controles institucionales; la libertad política y económica; el pluralismo asociativo con una sociedad civil activa, plural y tolerante, donde mayorías y minorías puedan expresarse pacíficamente y con libertad sin temor al Estado, sea quien sea que lo controle.
Porque si les das más poder al poder…tarde o temprano más duro te van a venir a joder.
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