Hay un sabio dicho: El hilo
siempre se corta por lo más delgado. Ese refrán se aplica muy bien al poder
en sus más diversas escalas. Todos lo sabemos por experiencia.
La mayoría de
las veces, los buenos actos, los beneficios, los aciertos, son atribuidos a la
capacidad de quienes tienen poder, autoridad o mando. Los malos actos, los errores,
las fallas, son desligados de los mismos y atribuidos a terceros, personas o
circunstancias. El poder siempre es irresponsable.
Está lógica
de la impunidad del poder -y su apelación- la vemos en distintos ámbitos, la
vemos en la discusión con respecto las responsabilidades que llevaron a la
crisis institucional de 1973, la represión criminal posterior; lo vemos también
en las responsabilidad en cuanto al actuar ante una emergencia como un
terremoto y tsunami.
También lo hemos visto en cuanto a casos de corrupción,
pagos indebidos, la incitación a la guerra, los campos de concentración, los
gulags, desastres, y un largo etc. El poder siempre es irresponsable.
La impunidad
del poder es una vieja lógica ligada al poder mismo. Es parte de su naturaleza.
No es una práctica nueva o exclusiva de algunos, sino que es milenaria. Quien
tiene poder, puede ser insensato y torpe.
Gobernantes
muy irresponsables e ineptos han existido siempre, gracias a ello Incitatus, un caballo, llegó
a ser senador.
Un viejo
adagio decía: “Un rey no puede hacer mal”.
El rey como soberano absoluto, era impune, lo que daba paso a la autocracia,
el voluntarismo personal y el arbitrio, que son finalmente, fuentes de abuso de
poder.
La Democracia
Moderna, entre otras cosas, intentaba romper con esa vieja lógica monárquica, y
con la históricamente potencial irresponsabilidad o ineptitud de algunos
gobernantes, planteando como elementos esencial del nuevo régimen la
responsabilidad pública de éstos, ante su soberano, los ciudadanos.
¿Cómo?
Fomentando contrapesos institucionales diversos al poder de los gobernantes, donde
hay uno muy esencial, la igualdad ante la ley.
El problema actual,
es que la impunidad del poder, que es un ataque directo a la igualdad
ante la ley, es sustentada, fomentada y defendida por los propios dominados,
gobernados, ciudadanos. Siempre con una salvedad, la impunidad e
irresponsabilidad sólo es aceptable para el caudillo.
Entonces surgen
frases casi de molde como: “el líder x no sabía qué pasaba eso…”; “el caudillo
x nunca tuvo esa intención…”, “el problema fueron los subalternos…”, “estás
acusaciones son una infamia…”.
Lo irónico,
es que esos mismos ciudadanos, que permiten, obvian o pasan por alto la
exigencia de responsabilidad para sus líderes y caudillos, luego se extrañan,
se quejan, o sufren con la irresponsabilidad de otros gobernantes. Exigen el
rigor de la ley, que no obstante, ya han horadado con sus propias ambigüedades
previas frente al poder y acción de sus cabecillas.
Todas las
discusiones del debate público actual –lo del terremoto del 27F, lo del golpe
de 1973, los desaparecidos de la dictadura militar- giran en torno a este
dilema, donde unos y otros desligan de responsabilidad a sus héroes.
En otras
palabras, no les exigen coherencia ética, ni responsabilidad en su actuar. El
deber ser político, el ideal como tal ligado al poder ejercido de manera
responsable, sólo se exige a los otros.
El poder
entonces, y con ello los gobernantes, siempre siguen teniendo la posibilidad de
ser nuevamente irresponsables.
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