Esta semana, la
muerte ha triunfado, no porque haya aparecido como diariamente y sin aviso lo
hace sobre nosotros los mortales -que olvidamos ese dato- sino porque los
medios la han convertido en un fetiche colectivo para reafirmar la
unidimensionalidad del poder.
La muerte de 21 personas, incluidos un conocido y
carismático animador de televisión, el viernes pasado, ha sido un hecho
lamentable, impactante triste y trágico. No obstante, los medios masivos, el
poder y miles de opinantes ciber espaciales no han tardado en generar una falsa
sensación de parálisis completa del país, de la existencia, de la vida misma.
Apelando a entelequias discursivas como “el alma nacional
o el dolor nacional”, han levantado la idea de parálisis y dolor colectivo, que
ha ido acompañada de una especie de freno a cualquier otra actividad –colectiva- que no gire en torno a la
tragedia, o que “vaya contra el alma nacional en duelo” (aunque las cuentas y
los intereses siguen como si nada).
Se ha producido una catarsis colectiva que refleja rotundamente
la siempre potencial y ahora clara unidimensionalidad
que (a lo largo de los años) los medios masivos de masas y el sistema
educacional han constituido a punta de des-educación, a nivel individual y por
ende colectivo. Y ha demostrado su funcionalidad.
Así, para las élites (que desde hace meses enfrentaban la
revuelta del rebaño que parecía escapar de su letargo, y parecía querer
enfrentarse a las bases mismas del poder) el surgir “espontáneo” del dolor
colectivo ante la tragedia (que no es más que el reflejo de esa
unidimensionalidad colectiva y del dominio de los medios de masas) ha sido la
mejor forma colectiva de frenar la revuelta misma. Esa revuelta expresada por
el movimiento estudiantil que se alzaba como una cuestión colectiva contra las
bases que sustentan todos los privilegios.
Les ha servido para poner en duda el momento de tales demandas
o de sacarlas de la mente “del alma nacional” por un tiempo. Como si los
propios mandantes, cegados por el dolor de una tragedia que les es ajena en
sentido estricto, se hubieran olvidado de sus reclamos más directos.
Entonces, el accidente que lamentablemente costó 21
existencias, rápidamente ha servido al poder, para apelar nuevamente a la idea
abstracta de “unidad nacional” y a través de ésta noción, para indicar que
cualquier reivindicación -por lo demás colectiva- como una marcha estudiantil,
es improcedente e irrespetuosa “con el dolor de Chile”. Lo mismo se produjo con
los mineros. Entonces, se produce el cierre del universo político y la
unidimensionalidad se concreta a través de nuevos focos de idolatría.
Así, de manera claramente utilitaria, se ha alimentado una
especie de catarsis colectiva en torno a la tragedia y la muerte de esas 21
personas, que en el fondo es simbólica, y sobre todo tremendamente mediatizada.
Totalmente de masas. Y entonces, se vive una especie de duelo constantemente
televisado y twitteado a cada minuto. Sólo basta rebobinar o hacer retuitear al dolor.
Y se produce entonces, una especie de crucifixión moderna,
tecnológica, masiva y sobre todo aséptica. Donde hay mártires elevados a una
superioridad moral y humana incomparable, una causa noble, y sacerdotes que
catalizan el dolor, pero no culpables. Eso ni pensarlo. Y con ello se produce una
especie de endiosamiento virtual donde no hay espacio para insensibilidades, ni
críticas, ni disidencias. Como una religión. Entonces, el poder, desde lo
simbólico, desde lo más emocional, vuelve a encauzar al rebaño. Y como siempre
lo ha hecho, le entrega mártires para venerar.
Insensible, desalmado. No, sólo me cuesta entender un
fenómeno extraño, que es en el fondo un duelo en base a una imagen, creada,
pensada para proyectarse, para ser perfecta, intachable, para ser como la
muerte, inmortal.
Me cuesta entender un éxtasis colectivo en torno a la
muerte, donde resulta que si no lloras o elevas alabanzas hacia el fallecido, o
eres un envidioso, o un inconsciente, o un insensible.
De seguro, en torno a la muerte de Valdés, también surgirá la
apelación a la “unidad nacional”.
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