No hay que confundir democracia con partidocracia. La primera es un gobierno de ciudadanos dialogantes, la segunda corresponde a un gobierno de corporaciones particulares que compiten con los intereses ciudadanos.
Si hoy, alguien le dijera a cualquier ciudadano, que la democracia funcionaría mejor sin partidos, probablemente lo tacharían de antidemocrático.
Sin embargo, lo cierto es que la democracia en su base no depende de los partidos políticos sino del actuar de cada ciudadano. Es decir, son los ciudadanos, que individualmente dialogan, los que se encuentran en el ágora para definir el bien común de la polis.
Los partidos políticos, cuyo origen se encuentra en simples facciones, no son la base de la democracia. Es decir, ésta y con ello la libertad política, no dependen de dichas organizaciones sino de los propios ciudadanos.
Creer que la democracia o la política dependen de los partidos políticos, fue el paso para el surgimiento del totalitarismo de principios del siglo XX en Europa.
Porque contrario a lo que algunos argumentan, la crítica que hacían los fascistas, nazis y marxistas a los partidos políticos, radicaba en que consideraban que sus propios partidos encarnaban los valores de la nación, la raza o la clase. En otras palabras, criticaban los partidos porque eran defensores del partido único y con ello enemigos de la política.
Por lo mismo, esta critica es distinta, pues cuando hablamos de que la democracia sería mejor sin partidos, hablamos de una democracia sin ningún tipo partido, y si con muchos ciudadanos atentos, dialogantes, y sobre todo independientes.
Debemos tener claro que los partidos, tal como planteaban Ostrogorski y Michels, aún cuando pueden haber sido creados en base a altos principios, en la práctica –sean del sector que sean- tienden a degenerar en organizaciones donde prima el nepotismo, la oligarquía y el clientelismo.
Es decir, se convierten en organizaciones con intereses propios, ajenos al de la ciudadanía en general. Dejan de ser instrumentos de representación democrática para volverse corporaciones particulares, que usan el parlamento para defender dichos intereses.
Ejemplos hay muchos, cuando aceleran proyectos de ley que les afectan directamente, cuando se dan vacaciones para hacer campaña, cuando acuerdan subir sus dietas o asignaciones, etc. Siempre anteponen el intereses de sus organizaciones por sobre los de los incautos ciudadanos.
Entonces ¿Pueden organizaciones de ese tipo, representar los intereses de los ciudadanos en una democracia? Claramente no.
En una democracia sin partidos, atomizamos el poder en cada ciudadano y lo liberamos del control de esas corporaciones llamadas partidos políticos.
Así, una democracia sin partidos permitiría que una persona independiente pudiera competir electoralmente de igual a igual con otro por un cargo de representación, sin las desventajas y asimetrías que hoy significa competir electoralmente con el aparataje de un partido político, que no sólo recibe mayores ventajas desde más espacio televisivo para su propaganda sino también más dinero.
Además, los representantes elegidos, no sólo provendrían de sus propias comunidades, sino que además habrían sido levantados por sus propios vecinos, por sus méritos, y no impuestos por las presiones de las elites partidarias como hoy ocurre cuando pasan a llevar a las bases al poner a sus hijos o parientes por sobre candidatos locales.
Por lo mismo, en una democracia sin partidos, el poder estaría mejor distribuido, más atomizado y menos concentrado, pues no existiría el centralismo descarado de hoy, que genera una estructura clientelar profundamente perjudicial para la democracia.
En la práctica, una democracia sin partidos, incentivaría un diálogo mayor y más rico a nivel local y parlamentario, puesto que los acuerdos no estarían determinados por las disciplinas partidarias, ni las imposiciones de mesas directivas autoritarias, o por la imposición de los intereses corporativos y clientelares de un partido grande sobre uno pequeño, como ocurre hoy en la partidocracia imperante.
En una democracia sin partidos, volvería a existir la política, que no es más que el convencimiento mediante el diálogo entre iguales y libres.
Si hoy, alguien le dijera a cualquier ciudadano, que la democracia funcionaría mejor sin partidos, probablemente lo tacharían de antidemocrático.
Sin embargo, lo cierto es que la democracia en su base no depende de los partidos políticos sino del actuar de cada ciudadano. Es decir, son los ciudadanos, que individualmente dialogan, los que se encuentran en el ágora para definir el bien común de la polis.
Los partidos políticos, cuyo origen se encuentra en simples facciones, no son la base de la democracia. Es decir, ésta y con ello la libertad política, no dependen de dichas organizaciones sino de los propios ciudadanos.
Creer que la democracia o la política dependen de los partidos políticos, fue el paso para el surgimiento del totalitarismo de principios del siglo XX en Europa.
Porque contrario a lo que algunos argumentan, la crítica que hacían los fascistas, nazis y marxistas a los partidos políticos, radicaba en que consideraban que sus propios partidos encarnaban los valores de la nación, la raza o la clase. En otras palabras, criticaban los partidos porque eran defensores del partido único y con ello enemigos de la política.
Por lo mismo, esta critica es distinta, pues cuando hablamos de que la democracia sería mejor sin partidos, hablamos de una democracia sin ningún tipo partido, y si con muchos ciudadanos atentos, dialogantes, y sobre todo independientes.
Debemos tener claro que los partidos, tal como planteaban Ostrogorski y Michels, aún cuando pueden haber sido creados en base a altos principios, en la práctica –sean del sector que sean- tienden a degenerar en organizaciones donde prima el nepotismo, la oligarquía y el clientelismo.
Es decir, se convierten en organizaciones con intereses propios, ajenos al de la ciudadanía en general. Dejan de ser instrumentos de representación democrática para volverse corporaciones particulares, que usan el parlamento para defender dichos intereses.
Ejemplos hay muchos, cuando aceleran proyectos de ley que les afectan directamente, cuando se dan vacaciones para hacer campaña, cuando acuerdan subir sus dietas o asignaciones, etc. Siempre anteponen el intereses de sus organizaciones por sobre los de los incautos ciudadanos.
Entonces ¿Pueden organizaciones de ese tipo, representar los intereses de los ciudadanos en una democracia? Claramente no.
En una democracia sin partidos, atomizamos el poder en cada ciudadano y lo liberamos del control de esas corporaciones llamadas partidos políticos.
Así, una democracia sin partidos permitiría que una persona independiente pudiera competir electoralmente de igual a igual con otro por un cargo de representación, sin las desventajas y asimetrías que hoy significa competir electoralmente con el aparataje de un partido político, que no sólo recibe mayores ventajas desde más espacio televisivo para su propaganda sino también más dinero.
Además, los representantes elegidos, no sólo provendrían de sus propias comunidades, sino que además habrían sido levantados por sus propios vecinos, por sus méritos, y no impuestos por las presiones de las elites partidarias como hoy ocurre cuando pasan a llevar a las bases al poner a sus hijos o parientes por sobre candidatos locales.
Por lo mismo, en una democracia sin partidos, el poder estaría mejor distribuido, más atomizado y menos concentrado, pues no existiría el centralismo descarado de hoy, que genera una estructura clientelar profundamente perjudicial para la democracia.
En la práctica, una democracia sin partidos, incentivaría un diálogo mayor y más rico a nivel local y parlamentario, puesto que los acuerdos no estarían determinados por las disciplinas partidarias, ni las imposiciones de mesas directivas autoritarias, o por la imposición de los intereses corporativos y clientelares de un partido grande sobre uno pequeño, como ocurre hoy en la partidocracia imperante.
En una democracia sin partidos, volvería a existir la política, que no es más que el convencimiento mediante el diálogo entre iguales y libres.