Estamos
viviendo justo en esa raya que divide una época con otra en las líneas de
tiempo, que se usan para enseñar historia en los colegios. En estos tiempos,
esa idea de vivir un “transcurso histórico”, de estar en el ojo del huracán de
los acontecimientos humanos, tiene más sentido que en otras épocas en que
algunos, intentaban forzar la porfiada historia según su voluntad personal.
Como
ha ocurrido en todas las épocas de ruptura y transformación de las sociedades,
lo que parecía algo perenne se vuelve una cuestión impredecible. Nada es eterno
en ese sentido. Tampoco los Estados y sus estructuras.
En
el caso chileno, el Estado tal y como lo hemos percibido, y como nos lo han
enseñado desde pequeños en las escuelas, centralizado y unificador, hoy vive
una fase de ruptura en cuanto a la noción de unidad y soberanía. Los
ciudadanos, las personas, exigen mayor autonomía no sólo en sus decisiones
personales, sino también en cuanto a lo que compete a sus entornos más directos,
sus hábitats. Y eso implica una rotura en la tradicionalmente asumida noción
del Estado unitario centralizado, como principal y soberano agente rector y
unificador de la sociedad “chilena”.
Aysén
y Calama son en parte un reflejo de esa –hasta hace poco- imperceptible
ruptura, entre una sociedad civil en pleno proceso de desarrollo y expansión, y
un Estado que parece haberse quedado en el siglo XIX en muchos aspectos
-incluida sus castas políticas-.
Como
todo proceso complejo, lo anterior no implica posiciones absolutas en cuanto al
Estado mismo, sino más bien visiones contradictorias ante un proceso imposible
de manejar. Y eso se puede apreciar muy bien en el carácter de las demandas
mismas de la sociedad civil desde las regiones, tan plurales y variadas, que fluyen
desde tener mayor autonomía regional hasta las que plantean más presencia del
Estado. De hecho, una ironía recurrente es que muchos de los que piden más
Estado, al mismo tiempo rechazan la acción prepotente del mismo. Una paradoja.
Es
más, para muchos -incluso para personas que apoyan las demandas de las
regiones- parecería un absurdo plantear que el Estado central está en una fase
de crisis como eje unificador de “la nación”, en relación a la ciudadanía, que
es la que le concede legitimidad finalmente.
Pero
no hay que olvidar que ningún orden político es eterno. No lo fue el orden
feudal, ni el absolutismo, no lo fue el comunismo, tampoco lo es el Estado
central y unitario.
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